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LERNER HABLA DE LA GUERRA

Artículo del Presidente de la Comisión de la Verdad, Salomón Lerner Febres.
Publicado el jueves 27 de marzo en la Revista Caretas.

En lúcido texto presidente de la Comisión de la Verdad
enuncia las amargas enseñanzas que deja el conflicto en Irak

La guerra que se libra en el territorio de Irak constituye, según la opinión de más de un experto, el punto final del orden internacional surgido de la última Guerra Mundial. Lo es porque ella ha sido iniciada por decisión de un trío de países, con obvio liderazgo de los Estados Unidos, al margen de la autorización del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. Ello significa, como es sabido, que el equilibrio de fuerzas que imperó en el último medio siglo, y que constituía el freno para la acción arbitraria de las grandes potencias, no existe más. En el plano de los hechos crudos, no queda más que constatar que estamos, ahora sí, ante la realidad de una sola superpotencia mundial decidida a ejercer su poder sin rivales. En el plano legal, la realidad es que el orden jurídico hasta ahora vigente ha quedado seriamente en entredicho, si no condenado a la irrelevancia.
Por consideraciones humanitarias elementales y por un apego básico al derecho como fuente de una convivencia civilizada, es imposible dejar de deplorar el curso que finalmente tomaron los hechos. Quien haya tenido ocasión de comprobar de manera directa los grandes sufrimientos que ocasiona siempre la vía de las armas, no puede, ni siquiera bajo el pretexto del mal menor, sentirse conforme con este estallido de violencia en gran escala. Si de un lado había conjeturas más o menos certeras — pero conjeturas al fin — sobre el arsenal y las intenciones de una dictadura férrea, de otro lado tenemos, hoy, hechos insoslayables: el sufrimiento inevitable de población inocente, víctima, en el peor de los casos, de los mal llamados daños colaterales del bombardeo, y en el mejor de los casos, condenada al desplazamiento, a la pérdida de sus bienes materiales.
Es factible sin duda detenerse ante los diversos elementos que se deben sopesar en el enjuiciamiento de los hechos. Es obligado, por cierto, reconocer en primer lugar que el régimen que los Estados Unidos y sus aliados quieren deponer a sangre y fuego no es, ni lejanamente, una democracia siquiera imperfecta. Peor aún, es un régimen cuya historia de severos maltratos a su propia población ha de quedar entre los grandes estigmas de nuestro tiempo. Por otro lado, también es cierto que ese mismo régimen ha acumulado en los últimos años una historia de incumplimientos y desafíos a la comunidad internacional. Y sin embargo de todo ello, a estas alturas de la historia humana, con grandes catástrofes humanitarias como hitos de la historia contemporánea, ya debería estar claro que la guerra, la violencia a gran escala, no es nunca el camino para instaurar la paz, y que en toda confrontación bélica el sacrificio mayor corre inevitablemente en la cuenta de la población civil, y entre ella, la población más pobre y desvalida.
No es necesario ahondar en la interpretación de las motivaciones de los protagonistas de esta tragedia para deplorar el estallido de la violencia masiva en Irak. Porque la opinión que ese estallido nos suscita no es un parecer estratégico, sino fundamentalmente ético. Lamentamos que una vez más se haya impuesto la violencia; lamentamos el daño que ha sufrido o sufrirá gente inocente e inerme; lamentamos que se haya sentado, ahora, un precedente que abre las puertas a la violencia a discreción y que se constituye en un lúgubre augurio para este siglo y esta época que están empezando.
Se escribió mucho, en los últimos años, en efecto, sobre el fin del siglo XX como un cambio de época. Las predicciones estuvieron teñidas de cierto optimismo. Lo avalaban el derrumbe de los totalitarismos, los asombrosos avances de la ciencia y la tecnología, la expansión de las democracias, la difusión de doctrinas como la de los derechos humanos. Los hechos de hoy nos demuestran que los pesimistas de entonces también tenían una palabra fuerte que decir. Lo que ahora comprobamos, sin desconocer todos los progresos mencionados, es que la razón estratégica, la ilusión de que el fin justifica los medios, la tentación de hacer cálculos sobre vidas humanas que se ganan o se pierden, sigue siendo una presencia poderosa en el manejo de los asuntos mundiales y nacionales, y que hay todavía grandes batallas — no políticas, sino éticas — que librar en el orden mundial, incluso si en él prevalecen las democracias.
Uno de los grandes rótulos de nuestra época ha sido el término de globalización. Los escépticos y los cautelosos han advertido desde el comienzo que no debería consentirse en que, bajo ese marbete, se legitime una configuración monótona y unilateral del mundo. La realidad global no debería ser una forma conformista de designar a una humanidad adecuada a un solo rasero, a una sola forma de ver el mundo y a un solo conjunto de pensamientos. Los hechos de hoy deben servir también para repensar en esos riesgos y para propiciar — sin que ello signifique rechazo prejuiciado a ninguna sociedad o cultura — un mundo verdaderamente plural, en el que no se escuche un coro monótono sino, más bien, una polifonía de voces toleradas y tolerantes.
La mayor parte de la opinión pública — esa vasta mayoría que en las últimas semanas se pronunció por la paz — ha visto en el desenlace de esta crisis, no sin razón, el fin de una época y el cierre de oportunidades vitales para construir un mundo más pacífico. Es posible, sin embargo, ver en el conflicto en Irak un conjunto de amargas enseñanzas que no debemos desperdiciar. La principal de ellas es, tal vez, que durante la década de los noventa — ese interregno entre la Guerra Fría y el mundo que hoy amanece — no supimos construir un orden jurídico y un sistema de toma de decisiones políticas acorde con los nuevos retos. Sabíamos que la desaparición de la Unión Soviética eliminaba un contrapeso que durante años sirvió para sostener cierto orden internacional, que por lo demás distó mucho de ser justo o humanitario. Sabíamos, también, que sin que se hubieran desvanecido los conflictos entre naciones, fermentaba un nuevo género de violencia, aquélla que ocurre dentro de las fronteras de cada Estado. Al mismo tiempo, era conocido que la política de bloques — y entre ellos, el conformado por la Unión Europea — era insuficiente para establecer el nuevo equilibrio deseado: en primer lugar, porque ninguno de ellos podía ser un contrapeso real a la gran potencia estadounidense; en segundo lugar, porque, con ciertos matices, ellos seguían operando bajo la fría lógica e la razón estratégica, y por tanto mal hubieran podido ser el camino deseado para una verdadera política mundial de signo humanitario. Quizás nada ilustra mejor esta verdad que todo el tiempo perdido y todas las vidas segadas que se tuvieron que acumular hasta que se consintiera en intervenir para poner fin a la masacre organizada en los Balcanes.
Y sin embargo de todo ese conocimiento, no se llegó a diseñar un orden internacional, un sistema de toma de decisiones, al día con los nuevos desafíos. Y por ello no deja sorprender la perplejidad ante la trasgresión del orden mundial expresado en el Consejo de Seguridad de la ONU. Si la trasgresión es deplorable, como lo es, ella nos debe servir de alarma para empezar a construir un orden en el que las únicas opciones no sean el unilateralismo, de un lado, o la parálisis, del otro.
La paz exige valor. Así lo hemos aprendido los peruanos. Exige, en primer lugar, valor para aferrarse a ella cuando los defensores del realismo político la presentan como una postura ilusa. Puede parecerlo, pero hay que haber atravesado por una tragedia como la que vivimos en nuestro país, y como la que viven todavía numerosos pueblos del mundo, para saber que ella, la paz, es siempre preferible a la guerra más corta. Y sin embargo, lo opuesto al realismo político no es la ilusión sin fundamento ni la utopía del soñador. Lo opuesto a él, lo que nos queda por buscar en este siglo todavía en sus inicios, es una política mundial afincada en valores inamovibles. Y uno de esos valores es claro y sencillo: hay que defender la vida.


Salomón Lerner Febres
Presidente
Comisión de la Verdad y Reconciliación