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DISCURSO EN EL CONGRESO DE LA REPÚBLICA


La mayor fiesta del calendario cristiano, la Navidad, tiene una gran riqueza de significados. Entre ellos, el valor de la reconciliación tiene una importancia central, y ello es más cierto aún en el Perú de hoy, comprometido con un proceso de superación del autoritarismo y la violencia y con la edificación de una democracia genuina, sustentada en la justicia, la paz y la equidad.
El trabajo que ya está realizando la Comisión de la Verdad y Reconciliación para aclarar los hechos de violencia ocurridos en el país en las dos últimas décadas se halla dirigido hacia ese objetivo de la más alta importancia moral y social: abrir las puertas a la reconciliación entre los peruanos, un fruto que sólo alcanzaremos si lo procuramos con sinceridad y perseverancia. Es importante reflexionar, por ello, sobre la íntima relación que existe entre el conocimiento de las verdades amargas, e incluso dolorosas, y la edificación de una comunidad más armónica y acogedora para todos los peruanos.
La Comisión procura, en efecto, el reconocimiento de la verdad, no solamente en sentido fáctico sino también moral. Asimismo, es un elemento central de su tarea el inicio de acciones de reparación de los daños sufridos por las víctimas. Ambos, verdad y reparación, nos permitirán acometer el objetivo de una verdadera reconciliación nacional. Ésta será resultado de un proceso largo y tal vez difícil, pero factible si se hace con la participación del país entero.
¿Cómo entender esa reconciliación? Para comprenderlo, hay que tener en cuenta en principio la peculiaridad de nuestra búsqueda de la verdad. Es una búsqueda que nos debe conducir a la comprensión del proceso que nos tocó vivir. Tal comprensión, hay que decirlo, no sustituye el juicio moral que exigen de nosotros los hechos que investigaremos, sino que lo enriquece y nos encamina hacia una meta que está más allá del indispensable juicio.
En efecto, al comprender, recuperamos el sentido de nuestro proceder individual y colectivo; permitimos que nuestro pasado y nuestro destino sean más manejables, porque se nos hacen más inteligibles. Al comprender, damos el primer paso para reconciliarnos con nosotros mismos y con nuestro mundo humano, en el que simplemente el mal es posible. La comprensión, en suma, es una actividad sin fin, que no termina sino con la muerte.
Si la comprensión es indispensable, también lo será el perdón de los agravios. El perdón, sin embargo, no es ni causa ni consecuencia de la comprensión, no es ni previo ni posterior a ella. Se trata de un acto individual, gratuito, y único en su género ante la absoluta irreversibilidad del mal efectuado. El perdón, como señaló la pensadora alemana Hannah Arendt, nos reinserta en el espacio público, en el ámbito de la pluralidad política, abriendo la posibilidad de un “nuevo comienzo” allí donde parecía que todo había concluido, que todo estaba consumado. Si la venganza no hace sino reflejar el crimen inicial, el perdón es su absoluta antítesis, la libertad ante la venganza. El perdón y el castigo pueden considerarse alternativos, mas no se oponen, pues ambos –según Arendt—tienen en común el intentar poner fin a un mal que se perpetuaría indefinidamente. En dicha medida, el perdón no se opone a la justicia.
No basta que la verdad y las responsabilidades sean públicamente conocidas, aunque ya esto es una forma de restituir a las víctimas su dignidad arrebatada. Es deseable que ellas, verdad y culpa, sean reconocidas por sus agentes. En primer lugar, por sus causantes directos, y en segundo lugar, por todos nosotros, portadores de una responsabilidad general, como he afirmado antes. Este reconocimiento es un paso previo al arrepentimiento, y sólo a través de este último quedan abiertas las puertas al perdón. Pero ese perdón –que, insistamos en ello, no significa la inhibición de la justicia civil– es un acto de plena gratuidad que no puede ser concedido por nadie más que por las víctimas.
El perdón, manifestación de nuestro espíritu que está en el centro de la fe cristiana, posee una densidad de significados difícil de apreciar por alguien distinto de aquel que lo concede. Sin embargo, podríamos decir que tiene la propiedad de liberarnos del pasado, y con él, de un lastre insoportable que amenaza petrificarnos en el sufrimiento. El perdón, por cierto, no puede constituirse en una obligación para quien ha padecido atropellos sin nombre, pero es valioso saber que a través de él nos habilitamos para empezar de nuevo, para hacer del mundo que nos rodea, una vez más, un espacio de libertad.
Conocimiento, reconocimiento, arrepentimiento y perdón forman, pues, eslabones de un ineludible proceso de restauración de nuestro tejido moral. Cada uno de ellos nos acerca más a la reconciliación, una meta que está en el origen y en el fin de nuestro cometido como Comisión de la Verdad. La reconciliación ha de ser a la vez un punto de llegada y una estación de partida para nuestra Nación. Debe ser un punto de llegada, porque solamente si las verdades que expondremos se ponen al servicio de un nuevo entendimiento, de un diálogo más puro y franco entre los peruanos, tendrá sentido y estará justificada esta inmersión en recuerdos insufribles, esta renovación del dolor pasado que solicitaremos hacer a un número considerable de nuestros compatriotas. Ha de ser también un punto de inicio, puesto que será a partir de esa reconciliación genuina –es decir, sustentada en un acto de valentía cívica como es el examen que proponemos– que se hará más robusta nuestra fe en la creación de una democracia que no sea un mero cascarón de formalidades, sino el espacio común en que nos reunamos todos los peruanos reconocidos plenamente en nuestra condición de seres humanos y ciudadanos plenos, sujetos libres llamados a responder la alta invocación que nos dirige la trascendencia.
La reconciliación, más que anclada en el pasado, nos abre al presente y orienta al futuro. Comparte, en ese sentido, con el perdón la posibilidad de “iniciar algo nuevo”. Está ligada a la dimensión impredecible de la “promesa”, esencial tanto a la acción política como a nuestra esperanza escatológica. Desde el punto de vista político, sólo la reconciliación podrá restablecer nuestra confianza en la viabilidad de nuestro país y la inteligibilidad del discurso sobre la “identidad nacional”, no como esencia previa e inmutable, sino como telos de nuestra praxis histórica. Desde el punto de vista escatológico, sólo la reconciliación con nosotros mismos y con los otros nos permitirá enfrentar con esperanza la promesa de la redención del pecado por parte de Cristo, y del cumplimiento del reino bajo una “nueva creación” al fin de los tiempos.

 


Salomón Lerner Febres
Presidente
Comisión de la Verdad y Reconciliación