Palabras
de la Alta Comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos
Humanos,
con motivo de la Primera Audiencia Pública
de la Comisión de la Verdad del Perú.
(Discurso leído por el Dr. Roberto
Garretón)
Ayacucho, Perú, 8 de abril de 2002
Es para mi un honor poder representar en esta ocasión
histórica para el Perú, para su pueblo, para
la causa americana y para la causa universal de los derechos
humanos, a la Alta Comisionada para los Derechos Humanos de
las Naciones Unidas, señora Mary Robinson.
Tal como lo
dice con precisión el Decreto Supremo Nº 65/2001, "en
mayo de 1980 organizaciones terroristas desencadenaron la violencia
contra la humanidad y miles de peruanos resultaron víctimas
de la violación de sus derechos más elementales,
tanto por obra de dichas organizaciones terroristas como por
la de algunos agentes del Estado con un trágico saldo
de crímenes, de desaparecidos y de otros graves hechos
que no fueron esclarecidos", lo que se tradujo en un doloroso
proceso de violencia que duró dos décadas, el
que tiene que "ser esclarecido plenamente", y "no
debe quedar en el olvido".
El drama peruano no es nuevo.
Ha sido habitual en los últimos
años que al término de las dictaduras o regímenes
autoritarios las autoridades democráticas se enfrentan
a diversos problemas que hacen a su legitimación, tanto
frente a sus propios pueblos como ante la comunidad internacional.
Desde
luego el primer desafío es afianzar la vigencia
de la nueva democracia, lo que muchas veces es visto como un
obstáculo a otros objetivos igualmente importantes:
hacer la verdad de lo ocurrido durante los años de dictadura,
en que sólo se conoció una falsa e incontrarrestable "verdad
oficial"; satisfacer las demandas de justicia, y buscar
una reconciliación entre los diferentes actores del
conflicto. Desde luego, los sectores ligados a las dictaduras
exigen una supuesta reconciliación fundada en el olvido
y en la impunidad de los horrores vividos y de los que son
responsables.
Los sectores democráticos, por su parte, no se oponen
a la reconciliación, por el contrario la desean, pero
la conciben como el resultado de un proceso en que se haya
establecido la verdad y se haya impuesto la justicia. Es lo
que magistralmente consagra el Decreto que crea la Comisión
de la Verdad: deben crearse "las condiciones necesarias
para una reconciliación nacional fundada en la justicia".
Los
contenciosos entre fortalecimiento de la democracia y la satisfacción de las exigencias de verdad y justicia,
por una parte; y entre verdad y justicia por la otra, no han
tenido soluciones iguales, ni todas las transiciones han satisfecho
las expectativas de la población. Pienso que muchos
de estos contenciosos suelen ser artificiosos y quizás
justificaciones para no enfrentar las realidades.
Lo primero
que hay que resolver es qué tipo de sociedad
se quiere. Si bien no puede desconocerse que a veces puede
haber peligros de involución, este no es el caso del
Perú, por lo que la voluntad política democrática
debe agotar los esfuerzos por la construcción de una
sociedad sana, no fundada en el miedo ni en la negación
de la historia.
Desde luego el saber la verdad es fundamental.
Una sociedad no puede convivir y construir su historia sobre
mentiras. En
el Perú, como en todas partes, los autoritarismos se
instalan y se desarrollan sobre la base de la mentira, que
imponen como verdad a costo de torturas, muertes y desaparecimientos.
No esclarecer los hechos es dejar que la mentira de los autoritarios
sea la historia que aprenderán nuestros hijos.
La justicia
no sólo es compatible con la verdad, sino
que es su complemento.
Desde Nuremberg se ha ido estableciendo
un corpus iuris cada vez más sólido, tanto desde el punto de vista
penal como procesal para impedir la impunidad. Los principios
de Nuremberg; la Convención sobre represión y
castigo del crimen de genocidio; la Convención sobre
represión y castigo del crimen de apartheid; la Convención
contra la tortura y otros tratos o penas crueles, inhumanos
o degradantes; la Convención sobre imprescriptibilidad
de los crímenes de guerra y de lesa humanidad; los Pactos
de derechos humanos que exigen a los Estados garantizar el
respeto de los derechos humanos; los Estatutos de los Tribunales
para la ex Yugoslavia y para Ruanda; los proyectos de Códigos
de crímenes internacionales; el estatuto de Roma sobre
una Corte Internacional Penal Permanente; las resoluciones
de las Comisiones regionales de Derechos Humanos y de las dos
Cortes especializadas, y un Conjunto de Principios adoptados
por los organismos internacionales, etc., no pueden ser hoy
desconocidos, y dejar en la impunidad crímenes que agravian
a la humanidad entera. El incumplimiento de la obligación
de juzgar coloca al Estado transgresor en condiciones de gran
vulnerabilidad internacional. Como lo dijera Lord Milled, en
su célebre voto en el caso Pinochet, "el empleo
sistemático de la tortura a gran escala y como instrumento
de política de Estado, se había sumado a la piratería,
los crímenes de guerra y los crímenes contra
la paz como parte de los delitos internacionales bajo la jurisdicción
universal mucho antes de 1984. Considero que ya formaba parte
de esa categoría en 1973".
Pero más importante que el honor de los Estados es
la construcción de una sociedad en que los derechos
humanos sean el fundamento del orden político. La impunidad
no sólo es un agravio a las víctimas y a la justicia,
sino también un elemento de profunda perturbación
moral. Ella legitima el crimen, provocando una especie de empate
moral en que da lo mismo haber sido torturador que torturado.
Por último, las experiencias de impunidad alientan
a los agentes de las dictaduras o a los grupos de oposición
que han recurrido al crimen a perseverar en sus conductas.
Por
ello ha hecho bien el estatuto de esta Comisión
de la Verdad, al proclamar que uno de sus objetivos es propender "a
la reconciliación nacional, al imperio de la justicia,
y al fortalecimiento del régimen democrático
constitucional", encargando a "los órganos
jurisdiccionales respectivos, cuando corresponda" el esclarecimiento
de los crímenes y violaciones de derechos humanos por
obra de los grupos terroristas o de agentes del Estado. Con
precisión se ha señalado que la Comisión
no substituye en sus funciones al Poder Judicial ni al Ministerio
Público.
En nombre de la Alta Comisionada para los Derechos
Humanos aliento
- a esta Comisión a cumplir con espíritu patriótico
y solidario su noble misión de establecer la verdad
de un período oscuro de vuestra historia, considerando,
como es de su mandato el dolor de las víctimas de
los horrores indecibles sufridos, y a elaborar propuestas
de reparación
y dignificación para ellas y sus familiares;
- a los
cuerpos judiciales (Cortes, tribunales, Ministerio Público)
a empeñarse en que el pueblo peruano crea por primera
vez en muchos años en la justicia tanta veces denegada;
- al Supremo Gobierno constitucional del Perú a insistir
en sus esfuerzos de construcción de una sociedad
justa y democrática. Ese será su legado para
la historia.
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