Discursos
en Audiencias Públicas
Audiencia pública sobre legislación
antiterrorista y violación del debido proceso
Palabras del presidente de la CVR
Señora Mary Robinson,
alta comisionada de las Naciones Unidas
sobre Derechos Humanos;
señoras y señores:
Inauguramos hoy la sexta audiencia pública de la Comisión
de la Verdad y Reconciliación, ceremonia que es, a su
vez, la primera dedicada a un aspecto específico del
drama que sufrió la Nación peruana en las dos últimas
décadas. Esta audiencia, en efecto, tiene un carácter
temático y se halla orientada a recoger testimonios
y reflexiones sobre el tratamiento judicial que se dio a los
acusados de delito de terrorismo, un procedimiento que a partir
de un determinado momento, y bajo la excusa de combatir eficazmente
la subversión, propició la violación de
derechos elementales de numerosos peruanos y desnaturalizó nuestra
democracia y nuestro Estado de Derecho.
Centenares de presos
inocentes, sentencias expedidas sin que el acusado pudiera
defenderse, condenas que no guardaban una
razonable correspondencia con el delito cometido, suspensión
de los derechos básicos de la población — esos
son algunos de los resultados de una legislación antisubversiva
acumulada a lo largo de varios años y cuya expresión
más crítica serían las leyes antiterroristas
dictadas en 1992. Y estamos convencidos de que una consideración
seria, imparcial y exhaustiva del duro periodo de violencia
vivido por el país no puede sustraerse a este tema,
delicado, sin duda, pero al mismo tiempo insoslayable.
¿Qué defienden las
democracias?
Es cierto que
tras las leyes dictadas en el contexto del golpe de Estado
de 1992 se produjo el descalabro de las organizaciones
terroristas a raíz del encarcelamiento de sus principales
dirigentes. No es menos cierto, sin embargo, que en ese mismo
proceso miles de peruanos tuvieron que sufrir abusos del Estado,
atropellos que en no pocos casos se tradujeron en largos años
de confinamiento en cárceles inhumanas sin haber cometido
delito alguno. Así, pues, un tratamiento integral y
honesto del periodo de violencia padecido por nuestro país
tiene que preguntarse también — como lo haremos
ahora — si, para acabar con ella, era indispensable someternos
a leyes reñidas con el Estado de Derecho; esto es — enfaticemos
el contrasentido aquí presente — si para defender
la democracia era necesario negar la democracia.
No se debe
confundir la preocupación expresada en esta
audiencia con una petición de indulgencia o lenidad
frente a los actos terroristas que durante más de veinte
años aniquilaron miles de vidas humanas, ocasionaron
enormes sufrimientos a la población y terminaron por
empobrecer aún más a nuestro país. Todo
acto u organización que atente contra el derecho de
los peruanos a vivir – y a vivir en paz – merece
nuestro rechazo categórico y sin reservas. Estamos convencidos
de que todo Estado democrático está en la obligación
de hacer funcionar sus instituciones para defender a sus ciudadanos
frente a la agresión de quienes desean sustituir el
imperio de la ley por el imperio de la fuerza.
Y sin embargo,
si es indiscutible que las democracias tienen el derecho y
el deber de defenderse, es igualmente necesario
que se tenga siempre presente qué es exactamente lo
que defendemos. Se trata, en efecto, de preservar en primer
lugar la vida y la integridad humanas. Pero eso no es todo:
al defenderse, las democracias deben cautelar una cierta forma
de vida plegada a los principios de justicia, equidad, respeto
a la persona humana y tolerancia. Protegemos, pues, un arreglo
social justo, un régimen de convivencia en el que el
respeto a nuestras libertades y a nuestra dignidad de personas
y ciudadanos esté siempre garantizado. Entendamos, pues,
que las democracias deben defenderse, pero que la peor forma
de hacerlo es combatiendo la barbarie con barbarie.
En más de una ocasión se ha afirmado que la
democracia, si bien es el más justo de los ordenamientos
políticos conocidos, resulta ser al mismo tiempo el
más débil de ellos, el menos apto para defenderse
de quienes la quieren aniquilar. Es una afirmación chocante,
pero cierta y no difícil de comprender. En efecto, la
razón de ser de toda democracia es otorgar a quienes
viven en ella un sistema de libertades, un tejido de garantías
y derechos que los proteja de todo abuso del poder. Esas libertades,
esas garantías y esos derechos son, inevitablemente,
invocados y utilizados en su propio beneficio por quienes,
sin creer en ellos ni estar dispuestos a respetarlos, trabajan
de manera clandestina o desembozada por derribar un Estado
de Derecho. ¿Pero significa esto, acaso, que las democracias
deben renegar de sus propios principios para defenderse? Solamente
podría pensarlo así quien, a su vez, creyera
que las libertades y los derechos son apenas adornos superficiales
de la democracia y de la convivencia civilizada. Pero para
quienes entendemos que ellos son la sustancia misma de un ordenamiento
político justo, dar la espalda a esos principios para
preservar el llamado orden público es la peor traición
que una democracia puede infligirse a sí misma y el
mayor triunfo que puede regalar a sus adversarios.
La respuesta antidemocrática, ¿fue
una respuesta eficaz?
Entendido esto, resulta muy pertinente reflexionar
sobre la justicia, la validez e incluso la eficacia del marco
y las
prácticas judiciales referidas al terrorismo y la subversión
que rigieron en los últimos años y que se hallan
todavía vigentes. ¿Se puede calificar de justo
o siquiera de eficaz un sistema que, si por un lado condenó y
dispuso la merecida reclusión de muchos culpables, por
otro lado deparó el mismo destino a centenares de inocentes? ¿Cómo
entender que el mismo Estado que emitió condenas severísimas
haya debido constituir una comisión ad hoc de indultos
y que ésta encontrara, en tres años y medio de
trabajo, casi seiscientos presos inocentes de todo delito?[1]
Para entender y adoptar una perspectiva adecuada frente a esos
contrasentidos, debemos, en principio, emanciparnos de
la ideología de la seguridad del Estado entendida como
un fin supremo al que se pueden subordinar incluso los derechos
humanos, esa expresión jurídica de las facultades
y libertades que nos permiten acceder a una vida racional,
justa y sobre todo digna. Cuando en una sociedad se permite
que la seguridad del Estado prevalezca sobre los derechos de
las personas, cuando se llega a concebir el orden público
como un bien superior y distinto de las libertades de los ciudadanos,
estamos hablando de una democracia que, en cierto modo, ya
ha sido parcialmente derrotada por sus adversarios, pues ha
consentido, tal vez sin advertirlo, en identificarse con los
métodos y con los principios, o para ser más
exactos, con la carencia de principios de aquéllos.
La legislación
El reto de la justicia dentro del sistema
democrático
es, pues, sumamente delicado, y en estas audiencias veremos
de qué modo nuestras instituciones y nuestros gobernantes
no supieron estar a la altura de ese reto. No lo estuvieron — no
lo estuvimos — toda vez que aceptamos como forma de defensa
métodos concebidos desde la perspectiva reductora y
excluyente de la seguridad del Estado, procedimientos que,
desde su nacimiento, se advirtieron reñidos con principios
que atañen a los derechos humanos más elementales.
En el Perú se instauró — y así lo
veremos en esta audiencia — un marco jurídico,
y más precisamente un régimen penal, divorciado
de principios básicos como el de la legalidad, que prohíbe
la implantación de leyes que impliquen la violación
de derechos humanos. En el clima de zozobra de los años
ochenta y noventa el poder político impuso formas de
procedimiento judicial que vedaron a los acusados el ejercicio
de su derecho al debido proceso y, dentro de él, su
derecho a la defensa. Una justicia expeditiva, que respondía
al temor generalizado con sentencias veloces impuestas a personas
que en muchos casos no entendían de qué delito
se les acusaba, terminó por dejarnos en manos de la
arbitrariedad y el abuso, esas negaciones mismas de la justicia
que por lo demás — como bien sabemos — suelen
encarnizarse en nuestro país con la población
más débil, más pobre y más privada
de consideración social, esa misma población
que ya resultaba ser víctima mayoritaria de la violencia
que azotaba nuestro país.
Y sólo por redondear una síntesis muy modesta
de esta extensión de la violencia que fue nuestro sistema
judicial, recordemos el olvido de otro principio básico
del buen ejercicio del derecho: la necesaria correspondencia
entre la pena y la gravedad del delito, principio sustituido
entre nosotros por una imposición de penas en muchos
casos desproporcionadas, práctica que, si bien parecía
responder en ese momento a un clamor de la población,
estuvo siempre reñida — y lo está todavía — con
el orden democrático que aspiramos a cultivar y hacer
arraigar en nuestro país.
Una negación de la justicia.
Debemos entender, pues,
que el Perú ha vivido bajo
un estado de negación de la justicia, entendida ésta
en su recto sentido. La justicia no es un valor etéreo
que se agota en una definición abstracta o ideal. La
justicia, si es justicia humana, vive y encarna en su aplicación
práctica, en su administración por los hombres
y mujeres que asumen como tarea y obligación la función
jurisdiccional. Ese valor que llamamos justicia no se confunde
con la práctica judicial, pero tampoco puede existir
sin ella. De allí que cuando los caminos que se siguen
para que la justicia resulte eficaz no son los adecuados, el
valor mismo sufre un deterioro, una tergiversación,
y ello se expresa en el sufrimiento de seres concretos, en
personas que ven atropellados sus derechos y en el deterioro
de la vida ciudadana en toda la sociedad. De ser ciudadanos
libres y dotados de derechos, nos convertimos, todos, en sospechosos,
en acusados potenciales obligados a demostrar su inocencia
frente a jueces y fiscales que, desconociendo la naturaleza
misma de su vocación, dejan de ser defensores de nuestros
derechos para convertirse en sus agresores.
Quienes administran
justicia pueden reclamarse titulares de esa importante función en tanto que la sociedad les
ha conferido la facultad de juzgar. Pero despojemos por un
momento a esta palabra — juzgar — de su acepción
estrictamente forense para considerar sus raíces y sus
resonancias filosóficas. Juzgar no es, en efecto, lo
mismo que sentenciar. Quien juzga, es decir, quien pone en
práctica su capacidad de juicio, no ha de ser un sujeto únicamente
orientado a producir una sentencia. Su materia y su misión
son más elevadas y complejas. El que juzga pondera alegatos,
hechos y circunstancias, aprecia argumentos e informaciones,
valora las pruebas e indicios que se le ofrecen, busca los
nexos lógicos entre los retazos de eviencia que ha conseguido;
en suma, quien juzga, antes que condenar, quiere llegar a la
verdad, una verdad que no puede emanar sino de la recta apreciación
de los hechos y las circunstancias.
¿Pueden defenderse las democracias?
Queremos, pues,
rescatar una comprensión más
humana de la justicia. Ella no puede consistir en esa maquinaria
ciega y superior a las realidades de las personas y a los hechos
que ponen en marcha los Estados antidemocráticos para
deshacerse de sus enemigos. Los países que aman la democracia
han sabido crear en las últimas décadas un sistema
internacional de derecho mediante convenios, acuerdos, tratados,
cuyo objetivo último es asegurar que los Estados, al
defenderse, lo hagan respetando — es decir, defendiendo
a su vez — a sus ciudadanos que son su razón de
ser, su fin último, como declaran diversas constituciones.
El Perú es — y lo recordamos con orgullo y con
esperanza — signatario de muchos de esos tratados y por
ello es su obligación adecuar su legislación
a esos criterios básicos de humanitarismo y derecho
a la integridad y la dignidad de la persona adoptados por la
comunidad internacional.
Ahora bien, ¿es posible luchar desde la democracia
y, por tanto, en un marco de juridicidad impecable, contra
quienes buscan, precisamente, derribar la democracia? Hemos
de reconocer que es una pregunta sumamente difícil de
contestar. Pero respondemos a ella con claridad que no sólo
es posible hacerlo así, sino que esa es, en rigor, la única
forma en que una democracia puede defenderse y salvarse. Adoptar
los métodos de la barbarie, como hemos dicho, es la
peor de las derrotas para una democracia: esa clase de derrota
que nos llega disfrazada de éxito, una derrota moral
y espiritual, una derrota que nos infligimos a nosotros mismos.
Un deber de la CVR
Amigos; somos conscientes de que, al abordar
este tema, estamos encarando un tema sumamente complejo y espinoso
que afecta
nuestra sensibilidad
y, en especial, la de quienes fueron directamente dañados
por atentados u otras formas de agresiones a sus derechos elementales
durante los años de la violencia. A ellos queremos decirles
que no estamos hablando ni propiciando la indulgencia frente
a quienes comprobadamente fueron responsables de afectar la
vida o la integridad física de los peruanos; más
bien, estamos pensando en aquellos compatriotas nuestros que,
sin haber cometido delito, fueron injustamente condenados,
en aquellos que no tuvieron el derecho a defenderse, en aquellos
que no pudieron acceder a un proceso judicial justo como aquel
al que todos los ciudadanos de este país tenemos derecho.
La Comisión de la Verdad y Reconciliación tiene
el deber de examinar con franqueza el proceso vivido y hablar
con claridad a los peruanos sobre lo que ocurrió en
esos años. No cumpliríamos nuestro cometido,
no honraríamos nuestro compromiso, si eludiéramos
algún aspecto de ese proceso por consideraciones de
oportunidad política o por creer que la sociedad peruana
no está preparada para afrontarlo. Hemos afirmado en
más de una ocasión que el autoexamen que nuestra
sociedad debe realizar es arduo y complejo, y la ciudadanía,
al expresarnos de diversas maneras su respaldo, nos ha autorizado
a llevarlo adelante. Por ello, tenemos la seguridad de que
el tema que hoy ponemos a su consideración en esta audiencia
será rectamente entendido y ponderado y estamos convencidos
de que esa comprensión, ese examen colectivo, constituirán
un paso adelante hacia la consolidación de una sociedad
justa y democrática.
Vivimos en un mundo acosado por
múltiples conflictos,
desfigurado por innumerables atropellos, por el empleo abusivo
de la fuerza de los Estados contra las personas que deberían
defender. Queremos que estas audiencias sean, al mismo tiempo
que un paso más de esta introspección colectiva
que realizamos los peruanos, un mensaje a la comunidad internacional:
no es posible combatir la barbarie sin hacerse eco de la barbarie;
no es admisible defender nuestras democracias mediante una
renuncia al Estado de Derecho. La experiencia que vivimos los
peruanos, y que recordaremos hoy, es, en cierto modo, la derrota
ante el reto de defender la democracia en democracia, de defender
la ley con el respeto irrestricto a la ley. No supimos vencer
ese desafío y el precio de ese fracaso lo pagaron – lo
siguen pagando – muchos ciudadanos humildes. Es nuestra
tarea, ahora, poner nuestra inteligencia, nuestra imaginación,
al servicio de una búsqueda inaplazable: el camino para
defender nuestro Estado de Derecho sin traicionarlo. Es, por
cierto, una búsqueda difícil, que nos hará transitar
por territorios inciertos y resbaladizos. Pero ya sabemos,
hoy, que el otro camino es indefendible e intolerable.
Con
la seguridad de que este encuentro será una contribución
valiosa a esa búsqueda y a la recuperación de
la salud cívica y moral de nuestro país, declaro
inaugurada la sexta audiencia pública de la Comisión
de la Verdad y Reconciliación.
Salomón Lerner Febres
Presidente
Comisión de la Verdad y Reconciliación
[1] «Esta Comisión pudo identificar a 567 inocentes
presos (entre indultados, recomendados e informe favorable)».
De la Jara, Ernesto. Memoria y batallas en nombre de los inocentes.
Perú 1992-2001. Resumen. Separata de la revista Ideele
N° 141, octubre de 2001.
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