DISCURSO DE PRESENTACIÓN
DEL INFORME FINAL DE LA
COMISIÓN DE LA VERDAD Y RECONCILIACIÓN
Excelentísimo señor Presidente de la República,
señorita presidenta del Consejo de Ministros,
señores ministros de Estado,
señores congresistas,
señor Defensor del Pueblo,
señores altos funcionarios del Estado,
señor jefe del comando conjunto de las Fuerzas Armadas,
señores comandantes generales de los institutos de las
fuerzas armadas y Policía Nacional,
señores miembros del cuerpo diplomático acreditado
en el Perú,
señoras y señores representantes de organizaciones
de víctimas,
damas y caballeros:
Hoy le toca al Perú confrontar un
tiempo de vergüenza nacional. Con anterioridad, nuestra
historia ha registrado más de un trance difícil,
penoso, de postración o deterioro social. Pero, con
seguridad, ninguno de ellos merece estar marcado tan rotundamente
con el sello de la vergüenza y la deshonra como el que
estamos obligados a relatar.
Las dos décadas finales del siglo XX son — es
forzoso decirlo sin rodeos — una marca de horror y de
deshonra para el Estado y la sociedad peruanos.
La exclusión absoluta
Hace dos años, cuando se constituyó la Comisión
de la Verdad y Reconciliación, se nos encomendó una
tarea vasta y difícil: investigar y hacer pública
la verdad sobre las dos décadas de origen político
que se iniciaron en el Perú en 1980. Al cabo de
nuestra labor, podemos exponer esa verdad con un dato que,
aunque es
abrumador, resulta al mismo tiempo insuficiente para entender
la magnitud de la tragedia vivida en nuestro país:
la Comisión ha encontrado que la cifra más
probable de víctimas fatales en esos veinte años
supera los 69 mil peruanos y peruanas muertos o desaparecidos
a manos de las organizaciones subversivas o por obra de
agentes del
Estado.
No ha sido fácil ni mucho menos grato llegar
a esa cifra cuya sola enunciación parece absurda.
Y sin embargo, ella es una de las verdades con las que
el Perú de hoy
tiene que aprender a vivir si es que verdaderamente desea
llegar a ser aquello que se propuso cuando nació como
República:
un país de seres humanos iguales en dignidad, en
el que la muerte de cada ciudadano cuenta como una desventura
propia, y en el que cada pérdida humana – si
es resultado de un atropello, un crimen, un abuso – pone
en movimiento las ruedas de la justicia para compensar
por el bien perdido y para sancionar al responsable.
Nada,
o casi nada, de eso ocurrió en las décadas
de violencia que se nos pidió investigar. Ni justicia,
ni resarcimiento ni sanción. Peor aún: tampoco
ha existido, siquiera, la memoria de lo ocurrido, lo que
nos conduce a creer que vivimos, todavía, en un
país
en el que la exclusión es tan absoluta que resulta
posible que desaparezcan decenas de miles de ciudadanos
sin que nadie
en la sociedad integrada, en la sociedad de los no excluidos,
tome nota de ello.
En efecto, los peruanos solíamos
decir, en nuestra peores previsiones, que la violencia
había dejado 35 mil vidas
perdidas. ¿Qué cabe decir de nuestra comunidad
política, ahora que sabemos que faltaban 35 mil
más
de nuestros hermanos sin que nadie los echara de menos?
Un doble escándalo
Se nos pidió averiguar la verdad sobre la violencia,
señor Presidente, y asumimos esa tarea con seriedad
y rigor, sin estridencias, pero, al mismo tiempo, decididos
a no escamotear a nuestros compatriotas ni una pizca
de la historia que tiene derecho a conocer. Así,
nos ha tocado rescatar y apilar uno sobre otro, año
por año,
los nombres de decenas de miles de peruanos que estuvieron,
que deberían estar y que ya no están. Y
la lista, que entregamos hoy a la Nación, es demasiado
grande como para que en el Perú se siga hablando
de errores o excesos de parte de quienes intervinieron
directamente en
esos crímenes. Y la verdad que hemos encontrado
es, también, demasiado rotunda como para que alguna
autoridad o un ciudadano cualquiera pueda alegar ignorancia
en su descargo.
El informe que le entregamos expone, pues,
un doble escándalo:
el del asesinato, la desaparición y la tortura
en gran escala, y el de la indolencia, la ineptitud y
la indiferencia
de quienes pudieron impedir esta catástrofe humanitaria
y no lo hicieron.
Son las cifras abrumadoras, pero, así y
todo, ellas no expresan desgraciadamente la real gravedad
de los hechos.
Los números no bastan para ilustrarnos sobre la
experiencia del sufrimiento y el horror que se abatió sobre
las víctimas. En este Informe cumplimos cabalmente
el deber que se nos impuso, y la obligación que
contrajimos voluntariamente, de exponer en forma pública
la tragedia como una obra de seres humanos padecida por
seres humanos. De cada cuatro
víctimas de la violencia, tres fueron campesinos
o campesinas cuya lengua materna era el quechua, un amplio
sector de la
población históricamente ignorado –hasta
en ocasiones despreciado– por el Estado y por la
sociedad urbana, aquélla que sí disfruta
de los beneficios de la comunidad política.
El
insulto racial -el agravio verbal a personas desposeídas-
resuena como abominable estribillo que precede a la golpiza,
al secuestro del hijo, al disparo a quemarropa. Indigna
escuchar explicaciones estratégicas de por qué era
oportuno, en cierto recodo de la guerra, aniquilar a
esta o aquella comunidad
campesina o someter a etnias enteras a la esclavitud
y al desplazamiento forzado bajo amenazas de muerte.
Mucho se ha escrito sobre
la discriminación cultural, social y económica
persistente en la sociedad peruana. Poco han hecho las
autoridades del Estado o los ciudadanos para combatir
semejante estigma
de nuestra comunidad. Este Informe muestra al país
y al mundo que es imposible convivir con el desprecio,
que éste
es una enfermedad que acarrea daños tangibles
e imperecederos. Desde hoy, el nombre de miles de muertos
y desaparecidos estará aquí,
en estas páginas, para recordárnoslo.
Hay
responsabilidades concretas que establecer y señalar,
el país y el Estado no pueden permitir la impunidad.
En una nación democrática, la impunidad
y la dignidad son absolutamente incompatibles. Hemos
encontrado
numerosas pruebas e indicios que señalan en dirección
de los responsables de graves crímenes y, respetando
los debidos procedimientos, las haremos llegar a las
instituciones para que se aplique la ley. La Comisión
de la Verdad y Reconciliación exige y alienta
a la sociedad peruana en su totalidad a acompañarla
en esta demanda para que la justicia penal actúe
de inmediato, sin espíritu
de venganza, pero al mismo tiempo con energía
y sin vacilaciones.
Sin embargo hay algo más que
el señalamiento
de responsabilidades particulares. Hemos encontrado que
los crímenes cometidos contra la población
peruana no fueron, por desgracia, actos aislados atribuibles
a algunos
individuos perversos que transgredían las normas
de sus organizaciones. Nuestras investigaciones de campo,
los
testimonios de casi diez y siete mil víctimas
nos permiten más bien denunciar en términos
categóricos
la perpetración masiva de crímenes, en
muchas ocasiones coordinados o previstos por las organizaciones
o
instituciones que intervinieron directamente en el conflicto.
Mostramos en estas páginas de qué manera
la aniquilación
de colectividades o el arrasamiento de ciertas aldeas
estuvo sistemáticamente previsto en la estrategia
del autodenominado „Partido
Comunista del Perú - Sendero Luminoso“.
El cautiverio de poblaciones indefensas, el maltrato
sistemático,
el asesinato cruel como forma de sentar ejemplos e infundir
temor, conformaron para esta organización una
metodología
del terror puesta en práctica al servicio de un
objetivo: la conquista del poder, considerado superior
a la vida humana,
mediante una revolución cruenta. La invocación
a “razones de estrategia”, tras la cual se
ocultaba una voluntad de destrucción por encima
de todo derecho elemental, fue la sentencia de muerte
para miles de ciudadanos
del Perú. Semejante voluntad de muerte enraizada
en la doctrina de „Sendero Luminoso“, es
imposible distinguirla de su propia naturaleza como movimiento
en estos
veinte años. La lógica siniestra que desarrolló trasunta
sin tapujos en las declaraciones de los representantes
de esa organización, y se ratifica en su disposición
manifiesta a administrar la muerte acompañada
de la crueldad más extrema como herramientas para
la consecución
de sus objetivos.
Existía un desafío desmesurado
y era deber del Estado y de sus agentes defender la vida
y la integridad de
la población con las armas de la ley. El orden
que respaldan y reclaman los pueblos democráticos
amparados en su constitución y su institucionalidad
jurídica
sólo puede ser aquel que garantice a todos el
derecho a la vida y el respeto de su integridad personal.
Por desgracia
dentro de una lucha que ellos no iniciaron y cuya justificación
era la defensa de la sociedad que era atacada, los encargados
de esa misión no entendieron en ocasiones su deber.
En el curso de nuestras investigaciones, y teniendo a
la vista las normas del derecho internacional que regulan
la vida civilizada de las naciones y las normas
de la guerra justa, hemos comprobado con pesar que agentes de las Fuerzas
Armadas y las Fuerzas Policiales incurrieron en la práctica
sistemática
o generalizada de violaciones de derechos humanos, y que existen, por tanto,
fundamentos para señalar la comisión de delitos de lesa humanidad.
Ejecuciones extrajudiciales, desapariciones, masacres, torturas, violencia
sexual, dirigida principalmente contra las mujeres, y otros crímenes
igualmente condenables conforman, por su carácter recurrente y por
su amplia difusión,
lo que aparece como patrones sistemáticos de violaciones a los derechos
humanos que el Estado peruano y sus agentes deben reconocer y subsanar.
Ahora
bien, tanta muerte y sufrimiento no se pueden producir y acumular, por
el solo accionar mecánico de los miembros de una institución
o de una organización. Se necesita, como complemento, la complicidad,
la anuencia o, al menos, la ceguera voluntaria de quienes tuvieron autoridad
y,
por tanto, facultades para evitarlos. La clase política que gobernó o
tuvo alguna cuota de poder oficial en aquellos años tiene grandes
y graves explicaciones que dar al Perú. Hemos realizado una reconstrucción
fidedigna de esta historia y hemos llegado al convencimiento de que ella
no habría
sido tan terrible sin la indiferencia, la pasividad o la simple incapacidad
de quienes entonces ocuparon los más altos cargos públicos.
Este Informe señala, pues, las responsabilidades de esa clase política,
y nos lleva a pensar que ella debe asumir con mayor seriedad la culpa que
le corresponde
por la trágica suerte de los compatriotas a los que gobernaron.
Quienes pidieron el voto de los ciudadanos del Perú para tener el
honor de dirigir nuestro Estado y nuestra democracia; quienes juraron hacer
cumplir la Constitución
que los peruanos se habían dado a si mismos en ejercicio de su libertad,
optaron con demasiada facilidad por ceder a las Fuerzas Armadas esas facultades
que la Nación les había otorgado. Quedaron, de este modo,
bajo tutela las instituciones de la recién ganada democracia; se
alimentó la
impresión de que los principios constitucionales eran ideales nobles
pero inadecuados para gobernar a un pueblo al que se menospreciaba al punto
de ignorar
su clamor, reiterando así la vieja práctica de relegar sus
memoriales al lugar al que se han relegado, a lo largo de nuestra historia
la voz de los
humildes: el olvido.
La lucha armada desatada en nuestro país por las organizaciones
subversivas involucró paulatinamente a todos los sectores
e instituciones de la sociedad, causando terribles injusticias
y dejando a su paso muerte y desolación. Ante esta situación,
la nación ha sabido reaccionar -aunque tardíamente--con
firmeza, interpretando el signo de los tiempos como el momento
oportuno para hacer un examen de conciencia sobre el sentido
y las causas de lo ocurrido. Ha tomado la decisión de
no olvidar, de recuperar su memoria, de acercarse a la verdad.
Este tiempo de vergüenza nacional ha de ser interpretado,
por tanto, igualmente como un tiempo de verdad.
Haciendo suyo
el anhelo de la nación, la Comisión
de la Verdad y Reconciliación ha asumido su tarea como
el esclarecimiento de una verdad entendida fundamentalmente
en un sentido ético. Recogemos así la decisión
voluntaria de someterse a una investigación, motivados
por la lúcida conciencia de que se han cometido entre
nosotros graves injusticias que exigen una explicación
y una rendición de cuentas, en vistas a la reconciliación
de nuestra sociedad. Las raíces de nuestra preocupación
por la verdad, así como las expectativas que tenemos
de su descubrimiento, ponen de manifiesto la dimensión
estrictamente moral de esta empresa. Hemos buscado comprometer
a la nación entera en las actividades de escucha y de
investigación de lo ocurrido -para que entre todos los
peruanos reconozcamos la verdad-.
Ésta es al mismo tiempo arrancamiento de algo a la
ocultación
y negación del olvido. Sacar a la luz lo que estaba
velado y la recuperación de la memoria constituyen
maneras diversas de referirse a lo mismo y ya en los albores
de nuestra
civilización el referente común que unía
ambas experiencias era la relación entre los hombres
y la justicia.
Frente a la desmesura por la cual los hombres
olvidaban lo divino incurriendo en la hybris, la soberbia
que endiosa,
nacía
la exigencia ética del recuerdo, de no-olvidar que
somos los mortales en lo abierto del mundo. Es así que
impera la justicia acordando a cada cual su lugar.
La transgresión
del orden social, la guerra y la violencia es precisamente
la desmesura que olvida lo esencial, que oculta
el sentido último de nuestra naturaleza. Por eso frente
a ella es necesario el recuerdo que ilumina y que al hacerlo
asigna responsabilidades. La verdad que es memoria solo alcanza
su plenitud en el cumplimiento de la justicia.
Por eso, este
tiempo de verguenza y de verdad es también
tiempo de justicia.
La sangre de decenas de miles de compatriotas clama ante
la nación desde las huellas de la tragedia: los asesinatos
y ajusticiamientos selectivos y colectivos, las fosas comunes,
las poblaciones desterradas, las madres y los hijos sufrientes,
los desaparecidos, los desposeídos. No podemos permanecer
indiferentes frente a una verdad de esta naturaleza. “Porque
sufrimos -expresa Sófocles en el corazón de la
tragedia-, reconocemos que hemos obrado mal”. Se trata,
en efecto, de un sufrimiento humano, producido deliberadamente
por obra de la voluntad. No estamos ante una fatalidad, como
pudiera ser el caso de una desgracia natural, sino ante una
injusticia, que pudo y debió ser evitada.
¿
Quiénes son ante esto los responsables?
En un sentido estrictamente penal, la responsabilidad recae
sobre los directos causantes de los hechos delictuosos, sobre
sus instigadores y cómplices, y sobre aquellos que,
teniendo la potestad de evitarlos, eludieron su responsabilidad.
Ellos deberán, pues, ser identificados, procesados y
condenados con todo el rigor de la ley. La „Comisión
de la Verdad y Reconciliación“ ha acopiado, por
eso, materiales y expedientes sobre casos puntuales, y los
pone ahora en manos de las autoridades judiciales del país
para que actúen de acuerdo a derecho. Pero en un sentido
más profundo, precisamente en un sentido moral, la responsabilidad
recae sobre todas las personas que, de un modo u otro, por
acción o por omisión, en la ubicación
y en el papel que desempeñaron en la sociedad, no supieron
hacer lo necesario para impedir que la tragedia se produjese
o para que ella adquiriese semejante magnitud. Sobre ellas
recae el peso de una deuda moral que no se puede soslayar.
Ahora bien, la responsabilidad ética no se restringe
a nuestra relación con los hechos del pasado. También
con respecto al futuro del país, a aquel futuro de
armonía
al que aspiramos, en el que se ponga fin a la violencia y
se instauren relaciones más democráticas entre
los peruanos, tenemos todos una responsabilidad compartida.
La
justicia que se demanda no es sólo de carácter
judicial. Ella es también el reclamo de una vida más
plena en el futuro, una promesa de equidad y solidaridad,
precisamente por enraizarse en el sentimiento y la convicción
de que no hicimos lo que debíamos en la hora de la
tragedia. Por haber surgido de la interpelación del
sufrimiento de nuestros compatriotas, es que la responsabilidad
para con
el futuro del país se impone como una obligación
directa y urgente, tanto en un sentido personal como institucional.
Ha
llegado pues la hora de reflexionar sobre la responsabilidad
que a todos nos compete. Es el momento de comprometernos
en la defensa del valor absoluto de la vida, y de expresar
con
acciones nuestra solidaridad con los peruanos injustamente
maltratados. Así pues nuestro tiempo es de vergüenza,
de verdad y de justicia pero también lo es de reconciliación.
Hay,
quienes tienden a considerar la historia de nuestro país
en un sentido fatalista, como si los males que en él
ocurren fuesen atávicos e irremediables; y hay quienes
tienden a considerarla en un sentido sarcástico, como
si los males no tuviesen que ver con nuestra propia vida
y transcurriesen en un escenario ajeno que pudiera ser objeto
de burla. Ambas actitudes revelan un problema de identidad
y de autoestima que no permiten encontrar en uno mismo, o
en
la memoria nacional, las fuerzas que ayudarían a cambiar,
y a mejorar, el rumbo de las cosas. La vergüenza nacional,
que todos experimentamos por tomar conciencia de la tragedia,
no debe ser una experiencia sólo negativa, ni debe
prevalecer sobre la riqueza oculta de nuestro pasado. Solamente
así podremos
adoptar una actitud constructiva ante el futuro. En la hora
presente debemos superar la actitud del espectador que sucumbe,
avergonzado, ante las tentaciones del fatalismo o del sarcasmo,
y adoptar la actitud del agente que es capaz de hallar en
la propia historia las fuerzas morales para la necesaria
recuperación
de la nación. Es el sentido ético de la responsabilidad
el que puede permitirnos asumir esperanzadamente nuestra
identidad mellada.
Recogiendo las huellas de nuestra memoria
como nación,
no podemos dejar de advertir el parentesco entre la situación
presente y la especial coyuntura que vivió el país
en el tránsito hacia el siglo XX. El más claro
de los motivos que desató la discusión de la
llamada „Generación del Novecientos“ fue
precisamente el trágico desenlace de la Guerra del
Pacífico.
La experiencia de la guerra estuvo además directamente
asociada a la percepción de un fracaso nacional. Ello
explica la mirada introspectiva que todos los protagonistas
compartieron, así como el tono invocatorio a rehacer
el país desde los escombros de la derrota. El momento
histórico fue concebido, desde el punto de vista ético-político,
como una oportunidad única para pensar en un esfuerzo
colectivo de reconstrucción nacional.
Como en un crisol
de sueños y expectativas frustradas
surgieron debates que habrían de ser un anticipo de
la evolución trágica del siglo XX. Hay que
rescatar de ellos lo positivo que tuvieron y pues resultan
aleccionadores
con respecto a la fractura profunda que sufriría el
país posteriormente. En la reflexión cumplida
por la Generación del Novecientos quedó plasmada
en términos ideales de una parte la fragmentación
y la desintegración de la memoria peruana, y de otra
la imperiosa necesidad de comprendernos.
Hoy, como antaño,
por la naturaleza del conflicto vivido, así como por
la gravedad de los problemas sociales y los enfrentamientos
ideológicos que él ha puesto
al descubierto, no cabe duda de que la cuestión central
para el replanteamiento de la memoria nacional se vincula
estrechamente con la cuestión de la reconciliación
futura. Como en el caso de los debates del siglo pasado,
también
ahora la experiencia vivida puede convertirse en una oportunidad
para imaginar la transformación ética de la
sociedad. Para que esa oportunidad sea realmente aprovechada
deberán
cumplirse muchas condiciones, y el Informe Final que ahora
presentamos quisiera ser un primer paso en esta dirección.
A él habrán de seguir muchos otros que finalmente
podrían considerarse en el establecimiento de renovadas
formas de convivencia entre los peruanos y en la progresiva
construcción de ciudadanía plena para todos.
Desterrar la exclusión y la violencia, responder desde
el Estado de modo justo a la sociedad a la que representa,
asumir las instituciones y personas el valor exacto que encierra
la vida y dignidad humanas, son algunos de los hitos que
marcan los avances por un largo y difícil camino.
Vivimos
en el país tiempos difíciles y dolorosos,
pero igualmente prometedores, tiempos de cambio que representan
un inmenso desafío para la sabiduría y la libertad
de todos los peruanos. Es un tiempo de vergüenza nacional,
que debiera estremecernos en lo más hondo al tomar
conciencia de la magnitud de la tragedia vivida por tantos
de nuestros
compatriotas. Es un tiempo de verdad, que debe confrontarnos
con la cruda historia de crímenes que hemos vivido
en las últimas décadas y que debe hacernos
conscientes también del significado moral del esfuerzo
por rememorar lo vivido. Es tiempo de justicia: de reconocer
y reparar en
lo posible el sufrimiento de las víctimas, y de someter
a derecho a los perpretadores de los actos de violencia,
es, en fin, tiempo de reconciliación nacional, que
debe permitirnos recuperar con esperanza la identidad lesionada
para darnos una nueva oportunidad de refundar el acuerdo
social
en condiciones verdaderamente democráticas.
Señor Presidente:
El informe que presentamos a usted, y por intermedio suyo a
toda la Nación, contiene un serio y responsable esfuerzo
de reflexión colectiva sobre la violencia que vivió el
Perú a partir de mayo de 1980. Se ha elaborado sobre
la base de 16,986 testimonios recogidos en todo el territorio
nacional de la boca de miles de peruanos, hombres y mujeres
en su mayoría humildes que nos abrieron sus puertas
y sus corazones, que consintieron en recordar – para
instrucción de sus compatriotas – una verdad
que cualquier persona quisiera olvidar, que tuvieron la valentía
de señalar a responsables de graves crímenes
y la entereza de compartir su dolor y, también, su
terca esperanza de ser, algún día, reconocidos
como peruanos por sus propios compatriotas.
Las voces de peruanos
anónimos, ignorados, despreciados,
que se encuentran recogidas en estos miles de páginas,
deben ser – son – más altas y más
limpias que todas aquellas voces que, desde la comodidad del
poder y del privilegio, se han apresurado a levantarse en las últimas
semanas para negar de antemano, como tantas veces ha ocurrido
en nuestro país, toda credibilidad a sus testimonios
y para cerrar el paso a toda corriente de solidaridad con los
humildes.
Creemos, Señor Presidente, que ya no será posible
acallar los testimonios aquí recogidos y puestos a
disposición
de la Nación entera. Nadie tiene derecho a ignorarlos
y, menos que nadie, la clase política, aquellos ciudadanos
que tienen la aspiración – legítima,
aunque no siempre entendida con rectitud – de ser gobernantes
y por tanto de ser servidores de sus compatriotas, según
ordenan los principios de la democracia. Mal harían
los hombres y mujeres políticos, mal haríamos
todos, en fingir que esta verdad, que estas voces, no existen,
y en encogernos de hombros ante los mandatos que surgen de
ella.
Asumir las obligaciones morales que emanan de este
informe – la
obligación de hacer justicia y de hacer prevalecer
la verdad, la obligación de cerrar las brechas sociales
que fueron el telón de fondo de la desgracia vivida – es
tarea de un estadista, es decir, de un hombre o una mujer
empeñado
en gobernar para mejorar el futuro de sus conciudadanos.
Al
hacer a usted, señor Presidente, depositario de este
informe, confiamos en dejarlo en buenas manos. No hacemos,
en todo caso, otra cosa que devolver al Estado, que usted
representa, ya debidamente cumplido el honroso encargo que
se nos confió:
el informe final de nuestras investigaciones, en el que se
recoge la verdad y solamente la verdad que hemos sido capaces
de averiguar para conocimiento y reflexión de nuestros
conciudadanos.
Señor Presidente,
compatriotas,
amigos:
Empecé afirmando que en este informe se habla de vergüenza y de
deshonra. Debo añadir, sin embargo, que en sus páginas se recoge
también el testimonio de numerosos actos de coraje, gestos de desprendimiento,
signos de dignidad intacta que nos demuestran que el ser humano es esencialmente
digno y magnánimo. Ahí se encuentran quienes no renunciaron a
la autoridad y la responsabilidad que sus vecinos les confiaron; ahí se
encuentran quienes desafiaron el abandono para defender a sus familias convirtiendo
en arma sus herramientas de trabajo; ahí se encuentran quienes pusieron
su suerte al lado de los que sufrían prisión injusta; ahí se
encuentran los que asumieron su deber de defender al país sin traicionar
la ley; ahí se encuentran quienes enfrentaron el desarraigo para defender
la vida. Ahí se encuentran: en el centro de nuestro recuerdo.
Presentamos
este informe en homenaje a todos ellos. Lo presentamos, además,
como un mandato de los ausentes y de los olvidados a toda la Nación.
La historia que aquí se cuenta habla de nosotros, de lo que fuimos y
de lo que debemos dejar de ser. Esta historia habla de nuestras tareas. Esta
historia comienza hoy.
Salomón Lerner Febres
Presidente
Comisión de la Verdad y Reconciliación
Lima, 28
de agosto de 2003
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