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DISCURSO DE PRESENTACIÓN DEL INFORME FINAL DE LA COMISIÓN DE LA VERDAD Y RECONCILIACIÓN

Excelentísimo señor Presidente de la República,
señorita presidenta del Consejo de Ministros,
señores ministros de Estado,
señores congresistas,
señor Defensor del Pueblo,
señores altos funcionarios del Estado,
señor jefe del comando conjunto de las Fuerzas Armadas,
señores comandantes generales de los institutos de las fuerzas armadas y Policía Nacional,
señores miembros del cuerpo diplomático acreditado en el Perú,
señoras y señores representantes de organizaciones de víctimas,
damas y caballeros:

Hoy le toca al Perú confrontar un tiempo de vergüenza nacional. Con anterioridad, nuestra historia ha registrado más de un trance difícil, penoso, de postración o deterioro social. Pero, con seguridad, ninguno de ellos merece estar marcado tan rotundamente con el sello de la vergüenza y la deshonra como el que estamos obligados a relatar.

Las dos décadas finales del siglo XX son — es forzoso decirlo sin rodeos — una marca de horror y de deshonra para el Estado y la sociedad peruanos.

La exclusión absoluta
Hace dos años, cuando se constituyó la Comisión de la Verdad y Reconciliación, se nos encomendó una tarea vasta y difícil: investigar y hacer pública la verdad sobre las dos décadas de origen político que se iniciaron en el Perú en 1980. Al cabo de nuestra labor, podemos exponer esa verdad con un dato que, aunque es abrumador, resulta al mismo tiempo insuficiente para entender la magnitud de la tragedia vivida en nuestro país: la Comisión ha encontrado que la cifra más probable de víctimas fatales en esos veinte años supera los 69 mil peruanos y peruanas muertos o desaparecidos a manos de las organizaciones subversivas o por obra de agentes del Estado.

No ha sido fácil ni mucho menos grato llegar a esa cifra cuya sola enunciación parece absurda. Y sin embargo, ella es una de las verdades con las que el Perú de hoy tiene que aprender a vivir si es que verdaderamente desea llegar a ser aquello que se propuso cuando nació como República: un país de seres humanos iguales en dignidad, en el que la muerte de cada ciudadano cuenta como una desventura propia, y en el que cada pérdida humana – si es resultado de un atropello, un crimen, un abuso – pone en movimiento las ruedas de la justicia para compensar por el bien perdido y para sancionar al responsable.

Nada, o casi nada, de eso ocurrió en las décadas de violencia que se nos pidió investigar. Ni justicia, ni resarcimiento ni sanción. Peor aún: tampoco ha existido, siquiera, la memoria de lo ocurrido, lo que nos conduce a creer que vivimos, todavía, en un país en el que la exclusión es tan absoluta que resulta posible que desaparezcan decenas de miles de ciudadanos sin que nadie en la sociedad integrada, en la sociedad de los no excluidos, tome nota de ello.

En efecto, los peruanos solíamos decir, en nuestra peores previsiones, que la violencia había dejado 35 mil vidas perdidas. ¿Qué cabe decir de nuestra comunidad política, ahora que sabemos que faltaban 35 mil más de nuestros hermanos sin que nadie los echara de menos?

Un doble escándalo
Se nos pidió averiguar la verdad sobre la violencia, señor Presidente, y asumimos esa tarea con seriedad y rigor, sin estridencias, pero, al mismo tiempo, decididos a no escamotear a nuestros compatriotas ni una pizca de la historia que tiene derecho a conocer. Así, nos ha tocado rescatar y apilar uno sobre otro, año por año, los nombres de decenas de miles de peruanos que estuvieron, que deberían estar y que ya no están. Y la lista, que entregamos hoy a la Nación, es demasiado grande como para que en el Perú se siga hablando de errores o excesos de parte de quienes intervinieron directamente en esos crímenes. Y la verdad que hemos encontrado es, también, demasiado rotunda como para que alguna autoridad o un ciudadano cualquiera pueda alegar ignorancia en su descargo.

El informe que le entregamos expone, pues, un doble escándalo: el del asesinato, la desaparición y la tortura en gran escala, y el de la indolencia, la ineptitud y la indiferencia de quienes pudieron impedir esta catástrofe humanitaria y no lo hicieron.

Son las cifras abrumadoras, pero, así y todo, ellas no expresan desgraciadamente la real gravedad de los hechos. Los números no bastan para ilustrarnos sobre la experiencia del sufrimiento y el horror que se abatió sobre las víctimas. En este Informe cumplimos cabalmente el deber que se nos impuso, y la obligación que contrajimos voluntariamente, de exponer en forma pública la tragedia como una obra de seres humanos padecida por seres humanos. De cada cuatro víctimas de la violencia, tres fueron campesinos o campesinas cuya lengua materna era el quechua, un amplio sector de la población históricamente ignorado –hasta en ocasiones despreciado– por el Estado y por la sociedad urbana, aquélla que sí disfruta de los beneficios de la comunidad política.

El insulto racial -el agravio verbal a personas desposeídas- resuena como abominable estribillo que precede a la golpiza, al secuestro del hijo, al disparo a quemarropa. Indigna escuchar explicaciones estratégicas de por qué era oportuno, en cierto recodo de la guerra, aniquilar a esta o aquella comunidad campesina o someter a etnias enteras a la esclavitud y al desplazamiento forzado bajo amenazas de muerte. Mucho se ha escrito sobre la discriminación cultural, social y económica persistente en la sociedad peruana. Poco han hecho las autoridades del Estado o los ciudadanos para combatir semejante estigma de nuestra comunidad. Este Informe muestra al país y al mundo que es imposible convivir con el desprecio, que éste es una enfermedad que acarrea daños tangibles e imperecederos. Desde hoy, el nombre de miles de muertos y desaparecidos estará aquí, en estas páginas, para recordárnoslo.

Hay responsabilidades concretas que establecer y señalar, el país y el Estado no pueden permitir la impunidad. En una nación democrática, la impunidad y la dignidad son absolutamente incompatibles. Hemos encontrado numerosas pruebas e indicios que señalan en dirección de los responsables de graves crímenes y, respetando los debidos procedimientos, las haremos llegar a las instituciones para que se aplique la ley. La Comisión de la Verdad y Reconciliación exige y alienta a la sociedad peruana en su totalidad a acompañarla en esta demanda para que la justicia penal actúe de inmediato, sin espíritu de venganza, pero al mismo tiempo con energía y sin vacilaciones.

Sin embargo hay algo más que el señalamiento de responsabilidades particulares. Hemos encontrado que los crímenes cometidos contra la población peruana no fueron, por desgracia, actos aislados atribuibles a algunos individuos perversos que transgredían las normas de sus organizaciones. Nuestras investigaciones de campo, los testimonios de casi diez y siete mil víctimas nos permiten más bien denunciar en términos categóricos la perpetración masiva de crímenes, en muchas ocasiones coordinados o previstos por las organizaciones o instituciones que intervinieron directamente en el conflicto. Mostramos en estas páginas de qué manera la aniquilación de colectividades o el arrasamiento de ciertas aldeas estuvo sistemáticamente previsto en la estrategia del autodenominado „Partido Comunista del Perú - Sendero Luminoso“. El cautiverio de poblaciones indefensas, el maltrato sistemático, el asesinato cruel como forma de sentar ejemplos e infundir temor, conformaron para esta organización una metodología del terror puesta en práctica al servicio de un objetivo: la conquista del poder, considerado superior a la vida humana, mediante una revolución cruenta. La invocación a “razones de estrategia”, tras la cual se ocultaba una voluntad de destrucción por encima de todo derecho elemental, fue la sentencia de muerte para miles de ciudadanos del Perú. Semejante voluntad de muerte enraizada en la doctrina de „Sendero Luminoso“, es imposible distinguirla de su propia naturaleza como movimiento en estos veinte años. La lógica siniestra que desarrolló trasunta sin tapujos en las declaraciones de los representantes de esa organización, y se ratifica en su disposición manifiesta a administrar la muerte acompañada de la crueldad más extrema como herramientas para la consecución de sus objetivos.

Existía un desafío desmesurado y era deber del Estado y de sus agentes defender la vida y la integridad de la población con las armas de la ley. El orden que respaldan y reclaman los pueblos democráticos amparados en su constitución y su institucionalidad jurídica sólo puede ser aquel que garantice a todos el derecho a la vida y el respeto de su integridad personal. Por desgracia dentro de una lucha que ellos no iniciaron y cuya justificación era la defensa de la sociedad que era atacada, los encargados de esa misión no entendieron en ocasiones su deber.
En el curso de nuestras investigaciones, y teniendo a la vista las normas del derecho internacional que regulan la vida civilizada de las naciones y las normas de la guerra justa, hemos comprobado con pesar que agentes de las Fuerzas Armadas y las Fuerzas Policiales incurrieron en la práctica sistemática o generalizada de violaciones de derechos humanos, y que existen, por tanto, fundamentos para señalar la comisión de delitos de lesa humanidad. Ejecuciones extrajudiciales, desapariciones, masacres, torturas, violencia sexual, dirigida principalmente contra las mujeres, y otros crímenes igualmente condenables conforman, por su carácter recurrente y por su amplia difusión, lo que aparece como patrones sistemáticos de violaciones a los derechos humanos que el Estado peruano y sus agentes deben reconocer y subsanar.

Ahora bien, tanta muerte y sufrimiento no se pueden producir y acumular, por el solo accionar mecánico de los miembros de una institución o de una organización. Se necesita, como complemento, la complicidad, la anuencia o, al menos, la ceguera voluntaria de quienes tuvieron autoridad y, por tanto, facultades para evitarlos. La clase política que gobernó o tuvo alguna cuota de poder oficial en aquellos años tiene grandes y graves explicaciones que dar al Perú. Hemos realizado una reconstrucción fidedigna de esta historia y hemos llegado al convencimiento de que ella no habría sido tan terrible sin la indiferencia, la pasividad o la simple incapacidad de quienes entonces ocuparon los más altos cargos públicos. Este Informe señala, pues, las responsabilidades de esa clase política, y nos lleva a pensar que ella debe asumir con mayor seriedad la culpa que le corresponde por la trágica suerte de los compatriotas a los que gobernaron. Quienes pidieron el voto de los ciudadanos del Perú para tener el honor de dirigir nuestro Estado y nuestra democracia; quienes juraron hacer cumplir la Constitución que los peruanos se habían dado a si mismos en ejercicio de su libertad, optaron con demasiada facilidad por ceder a las Fuerzas Armadas esas facultades que la Nación les había otorgado. Quedaron, de este modo, bajo tutela las instituciones de la recién ganada democracia; se alimentó la impresión de que los principios constitucionales eran ideales nobles pero inadecuados para gobernar a un pueblo al que se menospreciaba al punto de ignorar su clamor, reiterando así la vieja práctica de relegar sus memoriales al lugar al que se han relegado, a lo largo de nuestra historia la voz de los humildes: el olvido.

La lucha armada desatada en nuestro país por las organizaciones subversivas involucró paulatinamente a todos los sectores e instituciones de la sociedad, causando terribles injusticias y dejando a su paso muerte y desolación. Ante esta situación, la nación ha sabido reaccionar -aunque tardíamente--con firmeza, interpretando el signo de los tiempos como el momento oportuno para hacer un examen de conciencia sobre el sentido y las causas de lo ocurrido. Ha tomado la decisión de no olvidar, de recuperar su memoria, de acercarse a la verdad. Este tiempo de vergüenza nacional ha de ser interpretado, por tanto, igualmente como un tiempo de verdad.

Haciendo suyo el anhelo de la nación, la Comisión de la Verdad y Reconciliación ha asumido su tarea como el esclarecimiento de una verdad entendida fundamentalmente en un sentido ético. Recogemos así la decisión voluntaria de someterse a una investigación, motivados por la lúcida conciencia de que se han cometido entre nosotros graves injusticias que exigen una explicación y una rendición de cuentas, en vistas a la reconciliación de nuestra sociedad. Las raíces de nuestra preocupación por la verdad, así como las expectativas que tenemos de su descubrimiento, ponen de manifiesto la dimensión estrictamente moral de esta empresa. Hemos buscado comprometer a la nación entera en las actividades de escucha y de investigación de lo ocurrido -para que entre todos los peruanos reconozcamos la verdad-.

Ésta es al mismo tiempo arrancamiento de algo a la ocultación y negación del olvido. Sacar a la luz lo que estaba velado y la recuperación de la memoria constituyen maneras diversas de referirse a lo mismo y ya en los albores de nuestra civilización el referente común que unía ambas experiencias era la relación entre los hombres y la justicia.

Frente a la desmesura por la cual los hombres olvidaban lo divino incurriendo en la hybris, la soberbia que endiosa, nacía la exigencia ética del recuerdo, de no-olvidar que somos los mortales en lo abierto del mundo. Es así que impera la justicia acordando a cada cual su lugar.

La transgresión del orden social, la guerra y la violencia es precisamente la desmesura que olvida lo esencial, que oculta el sentido último de nuestra naturaleza. Por eso frente a ella es necesario el recuerdo que ilumina y que al hacerlo asigna responsabilidades. La verdad que es memoria solo alcanza su plenitud en el cumplimiento de la justicia.

Por eso, este tiempo de verguenza y de verdad es también tiempo de justicia.
La sangre de decenas de miles de compatriotas clama ante la nación desde las huellas de la tragedia: los asesinatos y ajusticiamientos selectivos y colectivos, las fosas comunes, las poblaciones desterradas, las madres y los hijos sufrientes, los desaparecidos, los desposeídos. No podemos permanecer indiferentes frente a una verdad de esta naturaleza. “Porque sufrimos -expresa Sófocles en el corazón de la tragedia-, reconocemos que hemos obrado mal”. Se trata, en efecto, de un sufrimiento humano, producido deliberadamente por obra de la voluntad. No estamos ante una fatalidad, como pudiera ser el caso de una desgracia natural, sino ante una injusticia, que pudo y debió ser evitada.

¿ Quiénes son ante esto los responsables?
En un sentido estrictamente penal, la responsabilidad recae sobre los directos causantes de los hechos delictuosos, sobre sus instigadores y cómplices, y sobre aquellos que, teniendo la potestad de evitarlos, eludieron su responsabilidad. Ellos deberán, pues, ser identificados, procesados y condenados con todo el rigor de la ley. La „Comisión de la Verdad y Reconciliación“ ha acopiado, por eso, materiales y expedientes sobre casos puntuales, y los pone ahora en manos de las autoridades judiciales del país para que actúen de acuerdo a derecho. Pero en un sentido más profundo, precisamente en un sentido moral, la responsabilidad recae sobre todas las personas que, de un modo u otro, por acción o por omisión, en la ubicación y en el papel que desempeñaron en la sociedad, no supieron hacer lo necesario para impedir que la tragedia se produjese o para que ella adquiriese semejante magnitud. Sobre ellas recae el peso de una deuda moral que no se puede soslayar.
Ahora bien, la responsabilidad ética no se restringe a nuestra relación con los hechos del pasado. También con respecto al futuro del país, a aquel futuro de armonía al que aspiramos, en el que se ponga fin a la violencia y se instauren relaciones más democráticas entre los peruanos, tenemos todos una responsabilidad compartida. La justicia que se demanda no es sólo de carácter judicial. Ella es también el reclamo de una vida más plena en el futuro, una promesa de equidad y solidaridad, precisamente por enraizarse en el sentimiento y la convicción de que no hicimos lo que debíamos en la hora de la tragedia. Por haber surgido de la interpelación del sufrimiento de nuestros compatriotas, es que la responsabilidad para con el futuro del país se impone como una obligación directa y urgente, tanto en un sentido personal como institucional.

Ha llegado pues la hora de reflexionar sobre la responsabilidad que a todos nos compete. Es el momento de comprometernos en la defensa del valor absoluto de la vida, y de expresar con acciones nuestra solidaridad con los peruanos injustamente maltratados. Así pues nuestro tiempo es de vergüenza, de verdad y de justicia pero también lo es de reconciliación.

Hay, quienes tienden a considerar la historia de nuestro país en un sentido fatalista, como si los males que en él ocurren fuesen atávicos e irremediables; y hay quienes tienden a considerarla en un sentido sarcástico, como si los males no tuviesen que ver con nuestra propia vida y transcurriesen en un escenario ajeno que pudiera ser objeto de burla. Ambas actitudes revelan un problema de identidad y de autoestima que no permiten encontrar en uno mismo, o en la memoria nacional, las fuerzas que ayudarían a cambiar, y a mejorar, el rumbo de las cosas. La vergüenza nacional, que todos experimentamos por tomar conciencia de la tragedia, no debe ser una experiencia sólo negativa, ni debe prevalecer sobre la riqueza oculta de nuestro pasado. Solamente así podremos adoptar una actitud constructiva ante el futuro. En la hora presente debemos superar la actitud del espectador que sucumbe, avergonzado, ante las tentaciones del fatalismo o del sarcasmo, y adoptar la actitud del agente que es capaz de hallar en la propia historia las fuerzas morales para la necesaria recuperación de la nación. Es el sentido ético de la responsabilidad el que puede permitirnos asumir esperanzadamente nuestra identidad mellada.

Recogiendo las huellas de nuestra memoria como nación, no podemos dejar de advertir el parentesco entre la situación presente y la especial coyuntura que vivió el país en el tránsito hacia el siglo XX. El más claro de los motivos que desató la discusión de la llamada „Generación del Novecientos“ fue precisamente el trágico desenlace de la Guerra del Pacífico. La experiencia de la guerra estuvo además directamente asociada a la percepción de un fracaso nacional. Ello explica la mirada introspectiva que todos los protagonistas compartieron, así como el tono invocatorio a rehacer el país desde los escombros de la derrota. El momento histórico fue concebido, desde el punto de vista ético-político, como una oportunidad única para pensar en un esfuerzo colectivo de reconstrucción nacional.

Como en un crisol de sueños y expectativas frustradas surgieron debates que habrían de ser un anticipo de la evolución trágica del siglo XX. Hay que rescatar de ellos lo positivo que tuvieron y pues resultan aleccionadores con respecto a la fractura profunda que sufriría el país posteriormente. En la reflexión cumplida por la Generación del Novecientos quedó plasmada en términos ideales de una parte la fragmentación y la desintegración de la memoria peruana, y de otra la imperiosa necesidad de comprendernos.

Hoy, como antaño, por la naturaleza del conflicto vivido, así como por la gravedad de los problemas sociales y los enfrentamientos ideológicos que él ha puesto al descubierto, no cabe duda de que la cuestión central para el replanteamiento de la memoria nacional se vincula estrechamente con la cuestión de la reconciliación futura. Como en el caso de los debates del siglo pasado, también ahora la experiencia vivida puede convertirse en una oportunidad para imaginar la transformación ética de la sociedad. Para que esa oportunidad sea realmente aprovechada deberán cumplirse muchas condiciones, y el Informe Final que ahora presentamos quisiera ser un primer paso en esta dirección. A él habrán de seguir muchos otros que finalmente podrían considerarse en el establecimiento de renovadas formas de convivencia entre los peruanos y en la progresiva construcción de ciudadanía plena para todos. Desterrar la exclusión y la violencia, responder desde el Estado de modo justo a la sociedad a la que representa, asumir las instituciones y personas el valor exacto que encierra la vida y dignidad humanas, son algunos de los hitos que marcan los avances por un largo y difícil camino.

Vivimos en el país tiempos difíciles y dolorosos, pero igualmente prometedores, tiempos de cambio que representan un inmenso desafío para la sabiduría y la libertad de todos los peruanos. Es un tiempo de vergüenza nacional, que debiera estremecernos en lo más hondo al tomar conciencia de la magnitud de la tragedia vivida por tantos de nuestros compatriotas. Es un tiempo de verdad, que debe confrontarnos con la cruda historia de crímenes que hemos vivido en las últimas décadas y que debe hacernos conscientes también del significado moral del esfuerzo por rememorar lo vivido. Es tiempo de justicia: de reconocer y reparar en lo posible el sufrimiento de las víctimas, y de someter a derecho a los perpretadores de los actos de violencia, es, en fin, tiempo de reconciliación nacional, que debe permitirnos recuperar con esperanza la identidad lesionada para darnos una nueva oportunidad de refundar el acuerdo social en condiciones verdaderamente democráticas.

Señor Presidente:
El informe que presentamos a usted, y por intermedio suyo a toda la Nación, contiene un serio y responsable esfuerzo de reflexión colectiva sobre la violencia que vivió el Perú a partir de mayo de 1980. Se ha elaborado sobre la base de 16,986 testimonios recogidos en todo el territorio nacional de la boca de miles de peruanos, hombres y mujeres en su mayoría humildes que nos abrieron sus puertas y sus corazones, que consintieron en recordar – para instrucción de sus compatriotas – una verdad que cualquier persona quisiera olvidar, que tuvieron la valentía de señalar a responsables de graves crímenes y la entereza de compartir su dolor y, también, su terca esperanza de ser, algún día, reconocidos como peruanos por sus propios compatriotas.

Las voces de peruanos anónimos, ignorados, despreciados, que se encuentran recogidas en estos miles de páginas, deben ser – son – más altas y más limpias que todas aquellas voces que, desde la comodidad del poder y del privilegio, se han apresurado a levantarse en las últimas semanas para negar de antemano, como tantas veces ha ocurrido en nuestro país, toda credibilidad a sus testimonios y para cerrar el paso a toda corriente de solidaridad con los humildes.

Creemos, Señor Presidente, que ya no será posible acallar los testimonios aquí recogidos y puestos a disposición de la Nación entera. Nadie tiene derecho a ignorarlos y, menos que nadie, la clase política, aquellos ciudadanos que tienen la aspiración – legítima, aunque no siempre entendida con rectitud – de ser gobernantes y por tanto de ser servidores de sus compatriotas, según ordenan los principios de la democracia. Mal harían los hombres y mujeres políticos, mal haríamos todos, en fingir que esta verdad, que estas voces, no existen, y en encogernos de hombros ante los mandatos que surgen de ella.

Asumir las obligaciones morales que emanan de este informe – la obligación de hacer justicia y de hacer prevalecer la verdad, la obligación de cerrar las brechas sociales que fueron el telón de fondo de la desgracia vivida – es tarea de un estadista, es decir, de un hombre o una mujer empeñado en gobernar para mejorar el futuro de sus conciudadanos.

Al hacer a usted, señor Presidente, depositario de este informe, confiamos en dejarlo en buenas manos. No hacemos, en todo caso, otra cosa que devolver al Estado, que usted representa, ya debidamente cumplido el honroso encargo que se nos confió: el informe final de nuestras investigaciones, en el que se recoge la verdad y solamente la verdad que hemos sido capaces de averiguar para conocimiento y reflexión de nuestros conciudadanos.

Señor Presidente,
compatriotas,
amigos:
Empecé afirmando que en este informe se habla de vergüenza y de deshonra. Debo añadir, sin embargo, que en sus páginas se recoge también el testimonio de numerosos actos de coraje, gestos de desprendimiento, signos de dignidad intacta que nos demuestran que el ser humano es esencialmente digno y magnánimo. Ahí se encuentran quienes no renunciaron a la autoridad y la responsabilidad que sus vecinos les confiaron; ahí se encuentran quienes desafiaron el abandono para defender a sus familias convirtiendo en arma sus herramientas de trabajo; ahí se encuentran quienes pusieron su suerte al lado de los que sufrían prisión injusta; ahí se encuentran los que asumieron su deber de defender al país sin traicionar la ley; ahí se encuentran quienes enfrentaron el desarraigo para defender la vida. Ahí se encuentran: en el centro de nuestro recuerdo.

Presentamos este informe en homenaje a todos ellos. Lo presentamos, además, como un mandato de los ausentes y de los olvidados a toda la Nación. La historia que aquí se cuenta habla de nosotros, de lo que fuimos y de lo que debemos dejar de ser. Esta historia habla de nuestras tareas. Esta historia comienza hoy.

 

Salomón Lerner Febres
Presidente
Comisión de la Verdad y Reconciliación
Lima, 28 de agosto de 2003