Discursos
en ceremonias y otros
TAREAS DE LA COMISIÓN DE LA VERDAD
Y RECONCILIACIÓN. FUNDAMENTOS TEOLÓGICOS Y ÉTICOS
DISCURSO DE INAUGURACIÓN
La Comisión de la verdad y la reconciliación,
según el Decreto Supremo que la crea, deberá
cumplir una serie de tareas que, trascendiendo la letra de
dicho dispositivo legal, sólo alcanzarán pleno
sentido a la luz de una reflexión filosófica
y teológica como aquella que se llevará a cabo
en el seminario que hoy se inicia. En efecto, si los comisionados
y la ciudadanía en general logran tener mayor claridad
respecto de los fundamentos de su misión, el trabajo
concreto de la Comisión de la Verdad –con el
aporte de diversos sectores de la sociedad civil y profesionales
expertos en distintas áreas de la investigación–
habrá logrado su propósito y podrá decir
que ha cumplido con el país.
La misión que el país ha encomendado a la Comisión
de la Verdad y Reconciliación, en este período
transicional de retorno a la democracia y fortalecimiento
de la legalidad institucional, se halla vinculada a la imperiosa
necesidad de echar luz sobre los terribles hechos de violencia
y violación de los derechos humanos padecidos por la
sociedad peruana entre los años 1980 y 2000. Dicho
esclarecimiento debe estar acompañado de una profunda
reflexión que permita comprender, en primer lugar,
por qué ocurrieron los sucesos que hoy el Perú
lamenta, y en segundo lugar, qué debe cambiar en nuestra
vida común para que tales sucesos no tengan la posibilidad
de repetirse.
Necesidad de la misión
Antes de referirnos propiamente a la naturaleza de la misión,
refirámonos a su necesidad. Decíamos que la
esencia de nuestra misión –el origen, fundamento
y justificación de nuestra labor– es su propósito
ético. Dicho propósito busca propiciar en nuestro
país un examen de conciencia colectivo, un reconocimiento
de nuestras culpas y a partir de ello un esfuerzo sincero
de reconciliación con nosotros mismos.
Somos conscientes de que no es fácil llevar a cabo
un proceso de tan severa introspección colectiva como
el que nos proponemos realizar. El pasado que habremos de
iluminar, los recuerdos que tendremos que remover y las responsabilidades
que nos tocará señalar en cumplimiento de un
mandato legal, son abrumadores, y es natural que una persona,
lo mismo que una comunidad, se resistan espontáneamente
a involucrarse en un trance semejante.
Es factible, ciertamente, situados en el terreno de la política
práctica, eximirnos de realizar este examen de conciencia.
No faltará quien considere que una ruta más
llana para los futuros cometidos de la Nación sería
el sencillo expediente del olvido, en el entendido de que
la tranquilidad y la estabilidad políticas del país
requieren avanzar sobre aguas menos turbulentas que las que
habrán de generarse si insistimos en echar luces sobre
el pasado.
No obstante, debemos tener en claro que lo que resulta factible
en política puede ser, observado desde una altura mayor,
un verdadero imposible moral, y en este caso sucede así.
La primera convicción ética de la Comisión
de la Verdad y Reconciliación, aquélla sin la
cual todo esfuerzo ulterior resultaría banal, reside
en el carácter absolutamente necesario de su misión
para el futuro de nuestra comunidad.
¿Por qué resulta necesario someterse a este
examen? Porque la vida de una sociedad no puede comprenderse
como se entiende el mecanismo de relojería o el movimiento
de los astros, regidos ambos por leyes causales, necesarias,
deterministas e impersonales; no es, pues, explicable en términos
de meros hechos naturales. Por el contrario, la existencia
humana y sus dimensiones cultural e histórica, nos
conducen, más allá de las leyes físicas
y las relaciones de causa-efecto, al “reino de la libertad”,
y por ende de la responsabilidad; en efecto, la convivencia
humana se ofrece, por encima de todo, como un tejido de relaciones
entre personas concretas, dotadas todas ellas de una historia
singular, en la que de modo inextricable se enlazan las conductas
de un pasado inalterable, las preocupaciones del presente,
y las ilusiones y proyectos del porvenir. Seres dotados de
una libertad situada, los hombres impregnan esta dimensión
a su vida en sociedad y así se sustraen al papel de
meros espectadores de un relato que los desdeña, dentro
de una historia carente de sentido. Sólo refiriendo
la vida humana, individual y colectiva a una dimensión
moral y responsable, es posible no sólo el hacernos
cargo de nuestras tomas de posición, teóricas
y prácticas, sino también el dirigirnos unos
a otros como personas, sintiéndonos reconocidos en
y por nuestros prójimos y viendo en ellos el necesario
complemento de nuestra existencia personal y no los competidores
que limitan nuestras apetencias e intereses.
Ahora bien, todo ello que menciono –esas posibilidades
de relacionarnos humanamente– resultó severamente
dañado en el Perú en las últimas décadas.
En última instancia, el fundamento ético de
nuestra existencia colectiva resultó socavado por los
años de violencia que padecimos. Montesquieu decía
que si la vida de los ciudadanos se regía por las leyes,
la vida de las personas individuales se regía por las
costumbres, esto es, por los valores morales y espirituales
transmitidos por las tradiciones culturales. Señalaba
asimismo que, si la legalidad resultaba socavada, y con ella
se desplomaba la acción política responsable
de los ciudadanos, dicha crisis causaría el eventual
desplome de las costumbres y la moralidad tradicional. Pues
bien, aquí en el Perú, la ley fue vaciada de
sentido. El espectáculo cotidiano de la muerte y de
la impunidad, la proliferación de proclamas a favor
del uso ciego de la fuerza como manera de transformación
social o de restitución del orden, la sensación
de que la única forma de estar a salvo era encerrarnos
tras rejas y candados en nuestras propias casas, indiferentes
al estruendo de destrucción que nos cercaba, todo ello
se fue sedimentando en una forma nueva y empobrecida de representarnos
nuestra vida en comunidad. De tal modo, se nos dejó
frente a normas que, reducidas a simples enunciados, se hallaron
divorciadas de la vida social que debían orientar.
Y no es exagerado pensar que la grave degradación de
nuestra vida cívica y política en los últimos
años constituyó un reflejo, una deplorable repercusión
de la violencia, traducida en atonía social, en dejadez,
en resignación al autoritarismo como forma tolerable
de vida.
El fundamento ético debilitado en las últimas
décadas debe ser, pues, recuperado, y no lo será
si nos resistimos a afrontar la verdad de nuestra reciente
historia nacional. Las relaciones entre nosotros podrán
traducirse en vínculos creativos, en caminos de humanización,
únicamente cuando hayamos reconocido los eventos ocurridos,
restituido la dignidad arrebatada a las víctimas, expresado
nuestra compasión y arrepentimiento a los dolientes,
y ejercido la justicia civil, requisito indispensable para
el perdón y la reconciliación. Es un imperativo
moral, un requerimiento de nuestra sociedad como comunidad
de seres humanos, lo que nos lleva a decir que esta tarea
que se nos ha asignado resulta absolutamente necesaria.
Y de otro lado, además de necesidad moral absoluta,
el esclarecimiento del pasado constituye también un
elemento indispensable para la regeneración política
del país. El supuesto realismo político de quienes
preconizan el olvido como decisión práctica,
se revela, en realidad, como un acercamiento ingenuo o superficial
a los grandes problemas que tenemos que resolver. No hay democracia
duradera ahí donde no existe confianza ciudadana en
la validez general de las leyes y en un grado mínimamente
aceptable de equidad de parte del sistema político
que nos rige. ¿Cómo pretender edificar una sociedad
de ciudadanos plenos si, al desdeñar la búsqueda
de la verdad, decimos tácitamente a un sector amplio
de nuestros compatriotas que sus sufrimientos, la pérdida
de sus seres queridos, las enormes privaciones que afrontan
como resultado del proceso de violencia política, en
suma, sus dolorosas heridas, son irrelevantes para el futuro
político del país?
Estamos, pues, ante un imperativo moral y ello solamente hace
más delicada nuestra misión. Delicada porque
involucra sentimientos y pasiones y porque se halla en diálogo
con el equilibrio ético y emocional que necesitamos
para encaminarnos hacia una sociedad más humana.
Naturaleza de la misión
Hemos dicho que lo que está en juego en este proceso
es la reconstrucción de la verdad de los eventos ocurridos,
la reparación de las heridas abiertas en la sociedad
y la promoción de la reconciliación nacional.
No se trata, pues, de una mera pesquisa policial. La misión
de la Comisión de la Verdad debe traducirse en fuente
de pedagogía ciudadana y de recuperación moral.
Mal haríamos en entender esta inspección de
nuestro pasado solamente como una actividad de señalamiento
de los culpables directos de crímenes sin nombre. Eso
forma parte importante de nuestro trabajo, sin duda alguna.
Más bien, se busca restaurar la memoria moral colectiva
respecto de acontecimientos cuya responsabilidad se extiende
más allá de sus protagonistas involucrándonos
a todos. Es esta recuperación de la memoria colectiva
la que nos permitirá, mirando hacia el futuro, sentar
las bases de la “reconciliación” y sus
vasos comunicantes con la justicia, el arrepentimiento y el
perdón.
¿Qué verdad se busca?
Lo primero que hay que recordar aquí es que, más
allá de las dimensiones jurídicas y positivas
de los acontecimientos investigados, la Comisión ha
de habérselas con hechos morales. Siendo contingentes,
no debieron necesariamente suceder. Sería, pues, una
falacia sostener que se trató de hechos inevitables.
Todo lo contrario, fueron innecesarios.
Así, el discurso de la Comisión de la Verdad
no puede ser neutral, ni moral ni valorativamente. Debe, por
el contrario, ser deliberadamente moral, nombrando el daño,
lo que “no puede volver a suceder”, porque “nunca
debió acontecer”. Si bien el decreto habla en
lenguaje jurídico de “causas” y “hechos”,
él debe ser leído en la clave moral y axiológica
de sentidos y valores. El lenguaje moral busca comprender,
com-padecerse, en el sentido del “corazón comprensivo”
del que habla el Antiguo Testamento; esto es, busca penetrar
en la peculiar densidad del corazón humano y en la
oscuridad que parece envolver todo lo real. El sentido griego
de la palabra verdad, alétheia, recoge precisamente
este sentido de un proceso vivo y abierto de des-cubrimiento
o des-velamiento. Aquí no basta, o no sirve, la aplicación
de una lógica implacable, que a veces resulta siendo
la herramienta de pensamientos totalitarios. Éstos
parten de dogmas que, convertidos en premisas y sometidos
a una férrea coherencia lógica, carecen de poder
revelador. Resultaría engañoso querer introducir
la “consecuencia lógica” y “causal”
en el terreno de los hechos morales que queremos sacar a la
luz. Deseamos, por el contrario, comprender lo acontecido
fijándolo en su singularidad.
Así, la tarea en torno al esclarecimiento de la verdad,
es tanto labor de recuperación moral como ejercicio
de comprensión. Es imprescindible que así sea,
pues el reino de la ética es, por definición,
el reino de los significados. Las ciencias humanas de este
siglo –la filosofía al igual que las ciencias
sociales– han dado una importancia singular a la actividad
intelectual de la interpretación y la comprensión
–la hermenéutica– como forma de captar
mejor, con más hondura y sutileza, y también
con más justicia, la verdad del amplio y complejo mundo
de los hombres.
La tarea de la Comisión de la Verdad y Reconciliación
por ello exige no solamente recuperar los hechos en su rotundidad
fáctica, sino también insertarlos, por medio
de una interpretación razonable, en un relato pleno
de significado para todos nuestros compatriotas. Su quehacer
es, pues, hermenéutico y ético. Hay una amarguísima
fábula moral oculta bajo la masa de hechos conocidos
y por conocer; hay una narración oscura que habla de
resentimientos y desprecios, de confusiones e ignorancias,
de soberbia y humillación, sin la cual la historia
contemporánea de nuestra patria no podrá declararse
completa.
Así, la verdad que buscamos, aquella que estamos dispuestos
a brindar al país, no debe entenderse únicamente
como la formulación de enunciados teóricos que
correspondan a la realidad de los hechos, como ocurre en el
dominio de las ciencias positivas. Aspiramos a obtener y ofrecer
una verdad provista de contenido y repercusión morales,
es decir, una verdad que implique reconocimiento de uno mismo
y del prójimo, una verdad que posea atributos de curación
espiritual. Lo que buscamos es una verdad sanadora y regeneradora.
Responsabilidad, juicio moral, comprensión
Ahora bien, la noción de responsabilidad se halla incrustada
en el centro de toda reflexión de pretensiones éticas.
Solamente en la medida en que somos responsables –y
que aceptamos serlo– nuestros actos son susceptibles
de juicio moral o incluso judicial. Y en ciertas circunstancias
la responsabilidad, que en el fondo legitima la libertad de
nuestros actos, se extiende más allá de los
protagonistas de los hechos involucrándonos a todos.
¿A qué circunstancias me refiero? Ciertamente,
a las que enturbiaron la vida de nuestro país en las
últimas décadas: cuando en un país se
desencadena una violencia que deja decenas de miles de muertes,
miles de desapariciones forzosas, innumerables destinos humanos
estropeados por atropellos, exacciones y humillaciones indescriptibles,
es difícil limitar el ámbito de las responsabilidades
morales a aquéllos que ejecutaron directamente los
crímenes.
Sin perjuicio de que, quienes así lo hicieron, afronten
ante el Poder Judicial las consecuencias de sus actos, es
necesario comprender que, en rigor, es todo el cuerpo político
de nuestro país: nuestros dirigentes políticos,
nuestros administradores del Estado y todos nosotros, ciudadanos
de a pie, quienes hemos de comparecer ante el juicio moral
que debe llevarse a cabo.
Nada de lo dicho implica atenuar la responsabilidad específica
de los bandos que llevaron adelante los actos de violencia
que deploramos. La apelación a una responsabilidad
general tiene la finalidad y el atributo de situar nuestra
reflexión en el camino de una recuperación ética
de nuestra sociedad, al hacer evidente que si nos despeñamos
por aquel sendero de autodestrucción colectiva ello
fue porque todos, de un modo u otro, lo permitimos. Si no
lo reconocemos así, si no procesamos ese hecho a través
de nuestra propia capacidad de introspección, poco
habremos cambiado y quedará siempre latente la posibilidad
de incurrir en una nueva aceptación de la barbarie
cuando una nueva crisis –política, económica
o de cualquier otro signo– haga presa de nuestra patria.
El siglo XX registra en sus anales otros casos –no pocos,
por desgracia– de sociedades que de pronto, sin razón
aparente, descendieron por un camino de odio y autodestrucción,
en el que las peores barbaridades que el hombre puede infligir
al hombre se convirtieron en el amargo pan de cada día.
No es insólito que, concluida la ola de violencia,
las sociedades, todavía anonadadas, aleguen desconocimiento
de los hechos concretos o de su magnitud verdadera como una
forma de atenuar su responsabilidad. Ese argumento, aun si
hubiera sido válido en algún caso, ciertamente
no lo es para nosotros. Nadie puede decir en conciencia que
no supo lo que estaba ocurriendo o que no tuvo oportunidad
de saberlo. Si alguien desconoció lo que ocurría
en las alturas de los Andes o en las aldeas de nuestros hermanos
Asháninkas, en el oriente del territorio nacional,
ello ocurrió en verdad porque no quiso enterarse, porque
prefirió cerrar los ojos.
Y esto, la imposibilidad práctica y moral de alegar
desconocimiento, nos sitúa de manera inevitable ante
el problemático campo de la responsabilidad colectiva
e individual. ¿No es, acaso, el primer mandato ético
para el que sabe de una maldad, de una injusticia, el denunciarla,
el oponerse a ella? Si ello es así, nuestra sociedad
tiene que responderse –es decir, que responder ante
sí misma– por qué no vivió la muerte
de los más humildes como un escándalo intolerable,
y la sociedad civil, el cuerpo organizado de nuestra comunidad,
deberá explicarse por qué no denunció
y se opuso a dicho escándalo con mayor energía,
aunque ello supusiera poner en mayor riesgo su propia tranquilidad.
No es grato escarbar en este hondo problema. Necesitaremos
grandes reservas de valentía y desprendimiento para
hacerlo. Necesitaremos, sobre todo, eludir grandes tentaciones
como la de hacer encarnar toda la responsabilidad en sus agentes
visibles, aquellas organizaciones y personas que son, evidentemente,
los agentes directos de los crímenes por investigar.
Sí, su culpa es grande e imposible de soslayar o atenuar.
Pero en cierta medida, si la violencia alcanzó la magnitud
y el grado de irracionalidad que sabemos, ello fue porque
nosotros lo permitimos y esa es una verdad que tenemos que
precisar y afrontar para seguir adelante.
Estamos hablando de un fracaso de nuestra sensibilidad moral.
Ese fracaso procede en ocasiones de una elección activa
y consciente del mal como curso de acción. En otros
casos, tal vez los más complejos, proviene de una falta
de comprensión del mal, de la resignación a
él cuando se enmascara en la acción cotidiana
y, para decirlo en lenguaje de Hannah Arendt, se banaliza.
Cuando vaciamos de contenido moral los actos humanos al creer,
por ejemplo, que ellos son apenas la expresión de necesidades
técnicas, estamos optando por tolerar el mal, pues
aceptamos suspender el juicio moral sobre nuestro comportamiento
y el de nuestros semejantes. ¿Cuántos de nosotros
preferimos creer que la razón de Estado o la invocación
de una nueva sociedad justificaba la muerte de personas concretas?
Es imposible saberlo. Pero lo cierto es que cuando ese razonamiento
se difundió en distintos sectores de nuestra sociedad,
comenzamos a recorrer el camino que nos llevaría, al
cabo de veinte años, a hacer el recuento de millares
de muertes y desapariciones.
Ningún acto humano es neutral. No hay decisión
ni acción deliberada que escape al territorio de la
moral, y por ello este quehacer siempre es susceptible de
juicio. Pero así como todo acto humano puede ser juzgado,
también debe ser comprendido.
Nuestra tarea, que concebimos, según vengo diciendo,
como una labor de recuperación moral, es también
un ejercicio de comprensión.
Las desgracias que debemos aclarar ocurrieron por una opción
militante por el mal y asimismo por una defección de
nuestra sensibilidad moral. Pero al mismo tiempo sucedieron
porque hay un contexto social, histórico y cultural
–lleno de exclusión, marginación e inequidad–
que hizo posible tal opción perversa y tal defección
culposa. Hay que comprender ese contexto para completar el
entendimiento del proceso de violencia. Al hacerlo, estaremos
mejor preparados para evitar que aquél se repita.
Arrepentimiento, perdón, reconciliación
He hablado de comprensión como complemento del necesario
juicio moral que se nos exige. Hannah Arendt nos previene,
en este punto, de una indeseable confusión: la comprensión
no obliga necesariamente a perdonar.
En efecto, al comprender, recuperamos el sentido de nuestro
proceder individual y colectivo; permitimos que nuestro pasado
y nuestro destino sean más manejables, porque se nos
hacen más inteligibles. Al comprender, nos reconciliamos
con nosotros mismos y con nuestro mundo humano, en el que
simplemente el mal es posible. La comprensión, en suma,
es una actividad sin fin, que no termina sino con la muerte.
El perdón, en cambio, no es ni causa ni consecuencia
de la comprensión, no es ni previo ni posterior a ella.
Se trata de un acto individual, gratuito, y único en
su género ante la absoluta irreversibilidad del mal
efectuado. El perdón, como señala Hannah Arendt,
nos reinserta en el espacio público, en el ámbito
de la pluralidad política, abriendo la posibilidad
de un “nuevo comienzo” allí donde parecía
que todo había concluido, que todo estaba consumado.
Si la venganza no hace sino reflejar el crimen inicial, el
perdón es su absoluta antítesis, la libertad
ante la venganza. El perdón y el castigo pueden considerarse
alternativos, mas no se oponen, pues ambos –según
Arendt—tienen en común el intentar poner fin
a un mal que se perpetuaría indefinidamente. En dicha
medida, el perdón no se opone a la justicia.
No basta que la verdad y las responsabilidades sean públicamente
conocidas, aunque ya esto es una forma de restituir a las
víctimas su dignidad arrebatada. Es deseable que ellas,
verdad y culpa, sean reconocidas por sus agentes. En primer
lugar, por sus causantes directos, y en segundo lugar, por
todos nosotros, portadores de una responsabilidad general,
como he afirmado antes. Este reconocimiento es un paso previo
al arrepentimiento, y sólo a través de este
último quedan abiertas las puertas al perdón.
Pero ese perdón –que, insistamos en ello, no
significa la inhibición de la justicia civil–
es un acto de plena gratuidad que no puede ser concedido por
nadie más que por las víctimas.
El perdón, manifestación de nuestro espíritu
que está en el centro de la fe cristiana, posee una
densidad de significados difícil de apreciar por alguien
distinto de aquél que lo concede. Sin embargo, podríamos
decir que tiene la propiedad de liberarnos del pasado, y con
él, de un lastre insoportable que amenaza petrificarnos
en el sufrimiento. El perdón, por cierto, no puede
constituirse en una obligación para quien ha padecido
atropellos sin nombre, pero es valioso saber que a través
de él nos habilitamos para empezar de nuevo, para hacer
del mundo que nos rodea, una vez más, un espacio de
libertad.
Conocimiento, reconocimiento, arrepentimiento y perdón
forman, pues, eslabones de un ineludible proceso de restauración
de nuestro tejido moral. Cada uno de ellos nos acerca más
a una meta que está en el origen y en el fin de nuestro
cometido como Comisión de la Verdad. Me refiero a la
reconciliación, que ha de ser a la vez un punto de
llegada y una estación de partida para nuestra Nación.
Debe ser un punto de llegada, porque solamente si las verdades
que expondremos se ponen al servicio de un nuevo entendimiento,
de un diálogo más puro y franco entre los peruanos,
tendrá sentido y estará justificada esta inmersión
en recuerdos insufribles, esta renovación del dolor
pasado que solicitaremos hacer a un número considerable
de nuestros compatriotas. Ha de ser también un punto
de inicio, puesto que será a partir de esa reconciliación
genuina –es decir, sustentada en un acto de valentía
cívica como es el examen que proponemos– que
se hará más robusta nuestra fe en la creación
de una democracia que no sea un mero cascarón de formalidades,
sino el espacio común en que nos reunamos todos los
peruanos reconocidos plenamente en nuestra condición
de seres humanos y ciudadanos plenos, sujetos libres llamados
a responder la alta invocación que nos dirige la trascendencia.
La reconciliación, más que anclada en el pasado,
nos abre al presente y orienta al futuro. Comparte, en ese
sentido, con el perdón la posibilidad de “iniciar
algo nuevo”. Está ligada a las dimensiones impredecibles
de la “promesa” y de la esperanza, esenciales
tanto a la acción política como a nuestra esperanza
escatológica. Desde el punto de vista político,
sólo la reconciliación podrá restablecer
nuestra esperanza en la viabilidad de nuestro país
y la inteligibilidad del discurso sobre la “identidad
nacional”, no como esencia previa e inmutable, sino
como telos de nuestra praxis histórica. Desde el punto
de vista escatológico, sólo la reconciliación
con nosotros mismos y con los otros, nos permitirá
enfrentar con esperanza la promesa de la redención
del pecado por parte de Cristo, y del cumplimiento del reino
bajo una “nueva creación” al fin de los
tiempos.
* * *
Para concluir, la tarea de la Comisión de la Verdad
y de la Reconciliación, más que una investigación
académica o de semblante judicial, es, como he dicho
ya, una misión ética que busca poner en acto
las reservas de energía moral que, a pesar de todo,
existen todavía en nuestro país. Quien habla
de moral, quien enuncia preocupaciones éticas, se coloca
inevitablemente en el reino de lo humano. Es por ello que
constituye nuestra ilusión y nuestro compromiso, trabajar
para que, más temprano que tarde, nuestro Perú
sea aquel recinto en el cual todos miremos comprensivamente
la complejidad de nuestro pasado para, a partir de allí
y arraigados fuertemente en el suelo liberador de la justicia,
orientar nuestra andadura hacia un porvenir solidario signado
por la esperanza y el amor.
Con los mejores deseos de éxitos para estas Jornadas
de Reflexión, me es grato declarar inaugurado el seminario
dedicado al tema: Fundamentos teológicos y éticos
de la Comisión de la Verdad y Reconciliación.
Salomón Lerner Febres
Presidente
Comisión de la Verdad y Reconciliación
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