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Clausura de las audiencias públicas de Lima

Palabras del presidente de la CVR

Señoras y señores:

Al inaugurar estas audiencias, señalamos que ellas serían ocasión para conocer de la manera más dramática, a través de la voz de las víctimas, los horrores que se abatieron sobre nuestro país y nuestros compatriotas durante las últimas décadas. Sabíamos, pues, que en estas jornadas oiríamos de hechos dolorosos, repulsivos e indignantes. Y, sin embargo, estoy seguro de que ustedes, igual que nosotros, los miembros de la Comisión, habrán sentido en estos días qué limitada, qué tímida e inocente resulta nuestra imaginación frente a la capacidad de violencia y crueldad, ante el desenfreno autodestructivo que hizo presa de nuestra patria en aquellos años. Los relatos que hemos escuchado con atención, con dolor y con respeto crean en nosotros -quiero decir, en todos los peruanos- la obligación de preguntarnos qué nos pasó, cómo llegamos a los extremos de degradación que las víctimas nos han ilustrado valerosa y generosamente con sus relatos.
He dicho degradación, y aunque esa palabra pueda sonar excesiva, en realidad sólo refleja con palidez los actos de que hemos sido oyentes en estas jornadas. Hablamos de crímenes cometidos desde una posición de fuerza absoluta frente a víctimas desarmadas e inadvertidas. Y por si esa posición de fuerza no hubiera sido suficiente para los verdugos, fueron crímenes cometidos en nocturnidad y con alevosía, como nos lo han hecho saber repetidamente los testimoniantes de estas audiencias. ¿No era eso ya excesivo? Al parecer, no: los atropellos tuvieron que ser cometidos, además, con vesania, con ensañamiento, como si el sufrimiento ajeno se hubiera convertido en el fin principal, en motivo de goce enfermizo para los que ejecutaban los crímenes o para quienes los ordenaban desde cómodos y seguros refugios u oficinas.
Los testimonios que se nos han presentado coinciden en señalar ese regusto por la crueldad, ese deseo de rebajar la dignidad de las víctimas que comienza por el uso del lenguaje. La recurrencia de los insultos -como si la fuerza física no fuera suficiente- revela además sentimientos de desprecio basado en consideraciones de raza, cultura o pobreza, así como hace patente la desvaloración de la mujer. Ese lenguaje soez del verdugo ante la víctima inerme delata, en suma, aquellos patrones de marginación que, como sabemos, siguen incrustados en nuestro país y constituyen, tal vez, el más grande obstáculo para alcanzar una sociedad justa y democrática.
Estoy hablando, ciertamente, de esas vejaciones morales que, como nos han mostrado los testimoniantes, se sumaban casi infaliblemente a los atropellos físicos y que eran tan graves como ellos. En algún caso esa agresión al honor y la dignidad humanas llegó al extremo de expropiar el nombre de una persona para bautizar, con él, a una siniestra organización criminal.

Deterioro de toda la sociedad
El dolor de las víctimas es insondable y en el fondo irreparable. Nada de lo que hagamos compensará cabalmente la pérdida de un padre, una madre, un hermano, ni los años de zozobra, ni el largo tiempo de humillación que significó la indiferencia, cuando no el menosprecio, general de la sociedad hacia quienes debían ser, más bien, acogidos y confortados.
El drama de las víctimas, por otro lado, siendo individual e incomparable, nos remite también a una tragedia colectiva. Nuestra sociedad entera fue afectada por los años de violencia y eso lo hemos comprobado -lo comprobamos cada día- en el empobrecimiento de nuestra cultura cívica, en el rebajamiento de nuestros criterios de exigencia moral, en nuestra tolerancia hacia la prepotencia, el abuso, el cinismo, la hipocresía que ha infectado nuestros espacios de diálogo público.

¿Dónde se encuentra la raíz de ese deterioro?
Es difícil decirlo, pero las víctimas que han compartido sus historias con nosotros en estos días nos ofrecen algunas pistas que deberíamos tomar en cuenta para nuestra reflexión. Hemos oído, en efecto, en más de un caso, cómo se destruyó la unidad familiar mediante asesinatos de padres y madres, mediante secuestros y amenazas, destrucción que inevitablemente se expresaría en un proceso de corrosión de nuestro tejido social. Ahí donde debieron estar la solidaridad, la capacidad de ayuda mutua, la compasión, se instalaron más bien el recelo, el miedo recíproco, el egoísmo. El terror infligido desde el Estado o desde las organizaciones subversivas funcionó -así lo hemos visto- como una sustancia paralizante que quebró nuestras voluntades e impidió que en nuestra sociedad actuaran esas reservas morales que, tal vez, nos hubieran evitado caer en la barbarie que hoy lamentamos.
La degradación de una sociedad comienza, también, cuando se permite que germine en ella una cultura autoritaria, fruto de una suerte de pedagogía perversa que arrebata a las personas su libertad de espíritu y de razón, que son nuestros bienes más preciados. La instrucción forzada que las organizaciones subversivas daban a ciertos sectores humildes del país, incitándolos a asumir como verdad total un dogma de odio y desprecio a la vida humana, es parte de esa historia autoritaria; también lo es, sin embargo, esa otra instrucción asolapada, difundida desde diversos pliegues del Estado y la sociedad, que nos enseñaban que el orden público debe ser conseguido a cualquier precio. ¿No está la raíz de nuestro deteriorio colectivo en ese sojuzgamiento de mentes y corazones? Y si es así, ¿no está acaso en nuestras manos desembarazarnos de esa cultura autoritaria y sustituirla por una cultura de paz y de libertad?

Falla de las instituciones
Ninguna sociedad recobra su salud moral, cívica y política sin restaurar sus instituciones. En estas dos jornadas hemos oído también sobre la gran defección de las instituciones de nuestro país cuando más se necesitaba de ellas. Las organizaciones subversivas, por un lado, y la policía nacional y las fuerzas armadas, por el otro, son habitualmente las caras más visibles de la violencia. Pero no debe pasar inadvertido que órganos como el Ministerio Público, el Poder Judicial, el Congreso no supieron cumplir su deber, como tampoco lo hicieron -aceptémoslo- los partidos políticos ni muchos medios de prensa. Sin ellos a la altura de su deber, nuestra democracia renaciente de 1980 no pudo erigirse sobre bases firmes y sucumbió a la tentación, siempre presente en la historia latinoamericana, de devenir régimen autoritario o simple y llanamente dictadura. He ahí una lección amarga -y por eso mismo instructiva- que hoy los peruanos no podemos darnos el lujo de ignorar.

Final
Las terribles historias que hemos oído poseen, pues, diversas caras y cada una de ellas trae consigo una enseñanza y una obligación para los peruanos. Las enseñanzas hemos de extraerlas todos juntos, mediante una reflexión sincera, y a eso quieren contribuir estas audiencias y el trabajo entero de la Comisión de la Verdad y Reconciliación. Nuestras obligaciones son muchas, y empiezan, desde luego, por la exposición de toda la verdad, por la renuncia al silencio cobarde o interesado, y por el resarcimiento a las víctimas. Muchas de ellas, en estos días, nos han mencionado lo que esperan; sabemos que las necesidades son muchas y diversas, tal vez insuperables en un plazo breve por un país pobre como es el nuestro. Al mismo tiempo, sabemos que hay tareas urgentes, como la provisión de una educación de buena calidad, como la atención a los traumas sufridos por la población, como el remedio paulatino, pero sostenido, de la honda precariedad material en que han quedado numerosos pueblos afectados por la violencia. Sumado a todo ello, y tal vez como primer requisito, está el cambio espiritual y moral que debe verificarse en cada uno de nosotros. Los testimonios que hemos oído nos ofrecen también una muestra de ese cambio, pues así como hubo y hay todavía rabia, dolor, indignación, pesar intolerable, hemos conocido también historias de magnanimidad y perdón, y ellas deben inspirarnos en la búsqueda de esa urgente regeneración moral de nuestra patria.
La atención prestada a esta audiencia pública y a las anteriores, la presencia de ustedes aquí y la colaboración de los medios de comunicación, el respeto mostrado a las víctimas, todo ello nos permite mantener la ilusión de que ese cambio se puede operar. Sabemos que no todos los peruanos se han incorporado todavía a esta reflexión; ustedes, amigos, concernidos con el drama sufrido por nuestros compatriotas, pueden ayudarnos a esparcir la buena palabra que queremos llevar al país, el mensaje de compasión y reconciliación que es el fin último de estas audiencias.
La Comisión de la Verdad y Reconciliación les agradece su presencia y colaboración y expresa, asimismo, su alto reconocimiento a los invitados de diversos organismos internacionales que nos han acompañado en estos días, y, sobre todo, a las víctimas que han tenido la generosidad y el valor de compartir con nosotros sus dolorosos recuerdos. Con la seguridad de que en estos días hemos dado un paso más hacia la reconciliación, hacia el reencuentro con nosotros mismos, declaro clausurada la quinta audiencia pública de la Comisión de la Verdad y Reconciliación celebrada en Lima, capital de la República, los días 21 y 22 de junio de 2002.


Salomón Lerner Febres
Presidente
Comisión de la Verdad y Reconciliación