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Discursos en ceremonias y otros

Seminario internacional «De la negación al reconocimiento»
– Discurso de inauguración –

Señoras y señores:

Desde el momento en que fue creada, la Comisión de la Verdad y Reconciliación del Perú contó con un valioso recurso para orientar sus trabajos y conocer la medida de los desafíos que enfrentaría. Ese recurso fue la experiencia acumulada por diversas organizaciones similares alrededor del mundo, instituciones dedicadas, con ciertos matices de diferencia, a un fin similar al que nos ha ocupado durante casi dos años de trabajo: recuperar la verdad sobre un largo periodo de violencia y, de ese modo, hacer justicia a las víctimas y encaminar a una sociedad profundamente herida hacia esa forma de salud cívica y moral que llamamos reconciliación.
Así pues, resulta muy comprensible y natural que ahora, cuando ingresamos al tramo final de nuestras labores, y cuando nos hallamos próximos a la presentación de nuestro Informe Final, deseemos compartir y cotejar nuestra propia vivencia con esas otras experiencias de países amigos que tanto nos ayudaron en el nacimiento de nuestra institución. Este seminario internacional constituye, así, una manera de reflexionar conjuntamente sobre el camino recorrido y, sobre todo, de explorar las vías que quedan por transitar para que nuestros propósitos – no diferentes de los de otras comisiones parecidas a la nuestra – se hagan realidad efectiva.

Negación y reconocimiento
Como ustedes saben, son sumamente amplios y complejos los propósitos y objetivos que animan a una comisión de la verdad. Hemos querido resumirlos, sin embargo, en el nombre que elegimos para este encuentro: «De la negación al reconocimiento».
Partimos, en efecto, de una situación de negatividad y ella es nuestro primer y principal desafío. Sea por simple indiferencia o por intereses particulares, no siempre confesados, las sociedades que emergen de un conflicto interno – desbaratadas, con muchas heridas sin cerrar y otras a duras penas cicatrizadas – sufren una propensión espontánea a desconocer la verdad. Sin embargo, no siempre se trata de un desconocimiento; en ocasiones, la verdad es sabida, pero soterrada o directamente negada. En la historia de las grandes conflagraciones mundiales, lo mismo que en la pequeña historia de las comunidades locales, son frecuentes esos episodios de negación de aquello que en nuestro fuero interno se reconoce como terrible, pero cuyas responsabilidades no se quiere asumir.
Esa negación del pasado no solamente constituye una transgresión de un principio valioso, pero en el fondo abstracto, como puede pensarse que es la verdad de los científicos y los filósofos. No; esa negación, cuando se refiere a un proceso de violencia, cuando silencia o disfraza innumerables violaciones de derechos humanos, es, sobre todo, un nuevo atropello a las personas que resultaron víctimas de aquellos hechos.
Así, una comisión de la verdad, si asume radicalmente su papel, si entiende verdaderamente la densidad moral de su mandato, sabe que su primer y principal desafío es combatir esa negación, que es negación de hechos, pero sobre todo, negación de la dignidad de las personas. La verdad que ella recupera y que trata de hacer que se reconozca e incorpore en la historia y en la cultura de su sociedad, es, por encima de todo, una verdad referida a la humanidad de las personas que fueron agredidas y que, por lo general, son las personas que integran los estratos más humildes y olvidados de las sociedades.
Conducir a un país de la negación al reconocimiento constituye, pues, una tarea que, siendo la suma y cifra de las obligaciones de una comisión de la verdad, trasciende significativamente la esfera de sus atribuciones legales e incluso de sus competencias técnicas. Pues si ese reconocimiento se refiere, como he dicho, no solamente a la aceptación de los hechos pasados, sino también a la extensión de nuestro respeto y consideración a los despreciados de siempre, es claro que él tiene una clara proyección de futuro. El nombre del reconocimiento, en un país como el nuestro, y como muchos de América Latina, es democracia.
El futuro es incierto. Si me permito decir ese lugar común, es para enfatizar cuánto más grande es esa incertidumbre en países de instituciones precarias como son aquellos que salen de un periodo de aguda violencia. Lo sabemos en particular en el Perú, donde, a varios años de concluido sustancialmente el conflicto, no hemos logrado construir, todavía, más que una democracia tambaleante, indecisa, acosada por la irresponsabilidad, por la corrupción y por las expectativas de impunidad de los culpables.
Es en medio de esa precariedad y de esa incertidumbre que una comisión de la verdad como la nuestra anhela inaugurar un futuro mejor a través del conocimiento del pasado. Si conocemos ya, por la experiencia compartida y por vivencias propias, la magnitud de los retos que hay que superar para desenterrar la verdad y exponerla a la luz pública, es necesario, todavía, reflexionar sobre los desafíos que quedan por vencer para llevar a la práctica las consecuencias de esa verdad.

El trabajo de la CVR
Lo primero es, ciertamente, establecer los hechos. En la Comisión de la Verdad del Perú hemos buscado recuperar las verdades más duras de la violencia otorgando la prioridad a la palabra de las víctimas. Cerca de dieciocho mil testimonios recogidos por la Comisión se convierten en la más firme garantía de la verdad que ofreceremos a la sociedad peruana. Esos testimonios, complementados con nuestras investigaciones históricas, sociológicas y antropológicas, y con análisis jurídicos realizados a la luz del derecho interno y del derecho internacional, nos permitirán exponer en nuestro informe final verdades irrebatibles sobre los numerosos crímenes y violaciones de los derechos humanos cometidos en el Perú entre los años 1980 y 2000 por las fuerzas de seguridad del Estado y por las organizaciones subversivas.
Esos hechos, por desgracia, no son solamente cosa del pasado. Ellos señalan al menos dos grandes obligaciones para el futuro, como lo saben las distintas comisiones de la verdad que nos han precedido. En primer lugar, está la obligación de sancionar a los culpables, y de hacerlo en un clima heredado de impunidad. Una comisión de la verdad no es necesariamente un organismo con atribuciones jurisdiccionales. No lo ha sido la Comisión de la Verdad y Reconciliación del Perú. Por ello, es doblemente importante que nuestro trabajo se adhiera a principios de intransigencia moral. Es deber de una comisión de la verdad actuar de manera imparcial, dejar de lado en sus investigaciones toda propensión a culpabilizar a uno u otro actor de manera prejuiciosa. Pero, al mismo tiempo, ante el conocimiento de los hechos, es también su obligación conducirse inequívocamente en el señalamiento de las responsabilidades políticas, morales y penales, si posee esa facultad, y colaborar, en la medida de sus posibilidades, con los órganos de justicia encargados de abrir procesos e impartir sentencias. Ese es un deber contraído ante las víctimas, pero quizás en mayor medida – me aventuraría a decir – es un deber frente a las ilusiones democráticas de la sociedad.
De otro lado, tan importante como sancionar a los culpables – que es, añadiré, también una forma de otorgar dignidad de ciudadano a las víctimas y sus allegados – resulta la tarea de reparar los daños ocasionados. En efecto, entre los grandes desafíos posteriores al funcionamiento mismo de una comisión, está el de persuadir a las sociedades y los Estados de cumplir con su deber de otorgar reparaciones materiales y simbólicas a las víctimas. Ello, como sabemos, es sumamente arduo. Lo es no solamente, y quizá no principalmente, por las limitaciones económicas de nuestras sociedades; por el contrario, tal vez el mayor obstáculo para hacer realidad esa justicia reparadora en algunos países multirraciales – entre ellos el Perú – es el hecho de que las víctimas, los potenciales beneficiarios de las reparaciones, pertenecen habitualmente a ese estrato social que el sector más influyente de la sociedad – las clases medias urbanas, por lo general – ignora o mira con desdén y que las elites políticas consideran a menudo como instrumentos dispensables de su poder y no como ciudadanos plenos.

Reformas y reconciliación
¿ Cuán factible es que se cumplan esos objetivos de una comisión de la verdad? ¿Qué oportunidades existen verdaderamente de que ese reconocimiento de que hemos hablado se traduzca en una justicia perceptible y, en el mediano y largo plazo, en una sociedad más democrática y pacífica que la que existía previamente al conflicto?
Al meditar sobre estas preguntas, es fácil llegar a la siguiente conclusión: la búsqueda de la verdad después de un conflicto – si se hace con seriedad y con valentía, asumiendo las consecuencias del conocimiento así logrado – puede constituir también una segunda y preciosa oportunidad para las sociedades. Los conflictos de gran envergadura, lo sabemos, difícilmente nacen del vacío. Sin desconocer ni atenuar las responsabilidades particulares, hay que decir que esos conflictos expresan, por lo general, el último grado de descomposición de una sociedad defectuosa, edificada sobre bases endebles y asentada en la injusticia y la exclusión.
Y así, la exposición de la verdad sobre la violencia no es, únicamente, el reconocimiento de víctimas, culpables y daños por curar; ella puede ser, por encima de todo, un descubrimiento de nosotros mismos – eso que en la antigua tragedia griega se llamaba la anagnorisis: el reconocimiento de nuestro pasado oculto e ignorado, en el que se encuentran las claves para la comprensión exhaustiva de nuestro presente.
Es sobre la base de ese autoconocimiento que puede brotar el último fruto del trabajo de una comisión de la verdad, que es la reconciliación. Aunque las organizaciones como la nuestra tienen, por fuerza, un tiempo de vida limitado, ellas tienen como deber – y tal vez como medida más significativa de su éxito – el dejar sembrado un mensaje e iniciado un proceso complejo, de restauración de los lazos sociales, de reforma de las instituciones y costumbres que permitieron la violencia. A ese proceso lo llamamos reconciliación, una meta que, aunque expresada necesariamente en términos axiológicos, morales, puede y debe encarnarse en acciones concretas, que dependen en medidas diferentes de la voluntad de los gobernantes y del convencimiento y la exigencia de la sociedad organizada. Me refiero, ciertamente, a esas reformas legales e institucionales que deben transformar la forma de ser del Estado y de sus relaciones con la población, y también a la modificación de los valores y actitudes – de la cultura cívica y de la ética cotidiana – de la población, de manera que el combate de la fuerza con la fuerza, el ejercicio de la violencia contra cualquier ciudadano, el atropello de los derechos sea, siempre, un escándalo inaceptable para todos los ciudadanos de un país.
Son, pues, grandes metas y también grandes desafíos los que afronta una comisión durante su ejercicio y después que él ha concluido. Y es sobre ellos que nos disponemos a reflexionar y a compartir experiencias durante las tres jornadas que comienzan ahora. Con la seguridad de que los aportes que se harán en estos días nos ayudarán significativamente a encarar este último tramo de nuestra misión, les doy la bienvenida, les agradezco sinceramente el haber atendido tan generosamente esta convocatoria de la Comisión de la Verdad y Reconciliación, y declaro inaugurado el seminario internacional «De la negación al reconocimiento».



Salomón Lerner Febres
Presidente
Comisión de la Verdad y Reconciliación